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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Aquelarre antieuropeo

El desencuentro entre Sarkozy y Berlusconi por los inmigrantes se suma a la inacción de la UE

Nicolas Sarkozy y Silvio Berlusconi decidieron ayer durante su encuentro de Roma repercutir a la totalidad de la Unión Europea el coste de los platos que ellos solos rompieron estas semanas. Si Berlusconi quiso valerse de una intolerable estratagema para que los tunecinos llegados a la isla de Lampedusa pudieran trasladarse a Francia tras concederles un permiso de residencia limitado a seis meses, Sarkozy respondió según su costumbre de actuar primero y pensar después, cerrando durante unas horas el paso fronterizo de Ventimiglia. El inicial encontronazo de gestos populistas a cuenta de los efectos de la revuelta de Túnez se transformó ayer en no menos populistas protestas de amistad, impregnando la totalidad de la cumbre italo-francesa de un vago aroma de aquelarre antieuropeo.

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Atrapado en su propio discurso interno sobre inmigración, Sarkozy no se comprometió ante Berlusconi a acoger a algunos tunecinos, que es lo que estaba en su mano y que, por lo demás, coincide con lo que es justo. Antes por el contrario, acordó con el primer ministro italiano dirigir una carta conjunta a Bruselas solicitando la revisión del Tratado de Schengen. Sarkozy es el único dirigente francés, y seguramente europeo, que no parece haber comprendido que la búsqueda de réditos electorales a costa de la inmigración no le ha beneficiado y está alimentando las expectativas de la candidata presidencial del Frente Nacional, Marine Le Pen. Si no prospera la propuesta de revisar el Tratado, y es de esperar que no prospere, será la ultraderecha francesa, y por extensión europea, quien reciba el regalo de abanderar una medida en la que Sarkozy y Berlusconi habrán fracasado.

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La incapacidad de la Unión para resolver la situación de los tunecinos hacinados en Lampedusa no es resultado de ninguna deficiencia del Tratado de Schengen ni de la normativa europea sobre inmigración, endurecida hasta poner en duda los límites del Estado de derecho; su causa es estrictamente política, y tiene que ver con la cortedad de los Veintisiete para estar a la altura de sus responsabilidades ante las revueltas en el Magreb. No deja de ser una cruel paradoja que el mismo Sarkozy, que exhibe tanta determinación para implicarse militarmente en Libia, rechace contribuir a aliviar en el marco de un acuerdo europeo la presión migratoria que padece Italia.

Sarkozy y Berlusconi anunciaron, además, su intención de dirigirse al nuevo Gobierno tunecino para exigirle mayor implicación en el control de los flujos migratorios. Por descontado que Túnez tendrá que hacerlo, porque eso es lo que exige la buena vecindad, pero revela un escaso sentido de la oportunidad proponer al Gobierno de transición un acuerdo que se parece demasiado al concluido en su día con Ben Ali. Tras las revueltas democráticas en el mundo árabe, se suponía que la Unión Europea había aprendido algunas lecciones. En Roma, ayer, quedó claro que no lo ha hecho.

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