Perjuicios de la vida transparente
Tenía que suceder antes o después, aunque si alguien hubiera metido el episodio en una novela o película, la gente habría linchado al autor por tramposo, por tomar el pelo a los lectores o espectadores, por colar hechos inverosímiles, por chapucero y por facilón. Pero ya he dicho en más de una ocasión que la realidad es muy mala novelista, y que no hay más remedio que tragarse sus incongruencias, sus increíbles y constantes casualidades, sus baraturas y sus ramplonerías. Ocurren y ya está. Eso sí, los escritores y cineastas deberían llevar buen cuidado a la hora de incorporar a sus ficciones historias reales, a lo cual, por cierto, son cada vez más propensos. A menudo, cuando le he objetado a un colega que determinada circunstancia de una novela suya no había quien se la creyera, me ha contestado con ufanía: "Pues eso está tomado de la vida real, sucedió tal cual". Mi respuesta ha solido ser: "Me lo temía. Por eso no hay quien se lo crea en una novela, que se rige por leyes enteramente distintas que la realidad".
"Me pregunto si ya casi nadie tiene interés en resultar misterioso y guardar secretos"
Lo cierto es que, según relató en su día este diario, un joven paraguayo de diecinueve años, Óscar Eliseo C F, viajaba en autobús una noche de Málaga a Madrid, y, tal vez por aburrimiento -el trayecto dura seis horas-, sacó el móvil como todo el mundo y se puso a conversar. "Acabo de matar a un tío", le dijo a su interlocutor, con tan mala suerte que el pasajero del asiento contiguo resultó ser un policía nacional fuera de servicio. El agente, aprovechando una de las paradas o descansos, se comunicó con el 091 y solicitó una investigación express para que le averiguasen si lo que el incontinente paraguayo contaba por el móvil con bastante detalle se correspondía con algún crimen verdadero o era una mera invención. Las pesquisas surtieron efecto: unos días atrás se había producido un apuñalamiento mortal -hígado y páncreas- en el transcurso de una pelea multitudinaria en la Plaza de Murillo Carrera de la capital malagueña. Óscar Eliseo, muy astuto, había decidido poner tierra por medio, "borrar pistas, desvincularse del crimen y despistar a los investigadores". Por eso había cogido aquel autobús hacia Madrid, donde, nada más apearse, lo trincaron varios policías de paisano que llevaban ya un buen rato aguardándolo, con todos los datos del caso hilvanados, gracias a su desenfado verbal y a la mala pata de llevar al lado, entre todos los viajeros posibles, a un poli fuera de servicio.
No es que Óscar Eliseo fuera un completo pardillo pese a su juventud: había tomado la precaución, tras cargarse a un individuo, de "esfumarse de la ciudad andaluza". Lo perdió el aburrimiento, me imagino -y no leer-, y sobre todo la costumbre, compartida por el 95% de la población, narcotizada o idiotizada por los móviles -como prefieran- en diferentes grados de narcotización o idiotización. Debo de ser uno de los pocos españoles que no los usan, porque los considero un instrumento de vigilancia y control; también de esclavización del que lo lleva; por último, una fuente de divulgación de los propios secretos. No sólo porque es facilísimo interceptar y escuchar las conversaciones de un móvil, sino porque -lo veo a diario- sus usuarios acaban por utilizarlo en cualquier momento y lugar y, una de dos: o se olvidan de que hay testigos auditivos a su alrededor, o eso les trae sin cuidado por la generalizada falta de pudor, el creciente desdén hacia las intimidades propia y ajena y el progresivo exhibicionismo de nuestra sociedad (quién sabe si Óscar Eliseo no pudo soportar no jactarse de su hazaña ante su interlocutor). Hoy oye uno en la calle, en los transportes públicos y en los restaurantes monólogos a voz en cuello que lo hacen ruborizarse, o le provocan rechazo hacia la persona que habla, o están a punto de causarle el vómito. A mí me han presentado a individuos a los que casi me he negado a darles la mano, porque previamente los había oído decir barbaridades, o contar miserias o chulerías, o soltar zafiedades, o descubrirse como émulos de Intereconomía o de Goebbels, en sus impúdicas charlas por el móvil, a pocos metros de mí. Luego aparece un conocido común y pretende que se haga uno amigo o por lo menos sea amable con ellos. Antes eso era factible, porque la gente disimulaba y mantenía reservas, algo sumamente conveniente para todos. Hoy la mayoría comete el error de mostrarse tal como es en un sitio público y delante de una multitud.
Por las mismas fechas en que trincaron al incontinente paraguayo homicida, el FBI investigaba el robo de fotos comprometedoras guardadas en los teléfonos móviles personales de celebridades como Scarlett Johansson, Jessica Alba y las estrellas juveniles Miley Cyrus, Selena Gómez y Vanessa Hudgens; fotos que, por supuesto, habían pasado al instante a circular profusamente por Internet. Queda como leve incógnita por qué tantas de estas jóvenes famosas posan totalmente en cueros y llevan esas imágenes en sus móviles (es de suponer que para enseñarlas o enviarlas a amistades escogidas, pudiéndose admirar con parsimonia a diario en el espejo), pero si a un pirata le es tan fácil acceder a los contenidos de éstos y distribuirlos a discreción, la innegable utilidad de estos aparatos queda muy contrarrestada por los infinitos peligros a que nos exponen. A veces me pregunto si es que ya casi nadie tiene interés en resultar misterioso y guardar secretos. La vida transparente es lo menos atractivo que se puede imaginar, y encima es enormemente perjudicial. Que se lo digan a Óscar Eliseo, sin ir más lejos.
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