Un espectáculo agobiante
A primera vista, y si uno no supiera leer, pensaría que lo que en esta fachada se anuncia es un circo, un circo con sus elefantes y sus trapecistas y sus hombres-bala y sus payasos... Pues no, se trata de un establecimiento dedicado a la compra de oro. Piensa uno que podía anunciarse esta actividad con mayor discreción, con un sencillo e impersonal "Se compra oro", al modo en que sobre las puertas de las panaderías leemos "Venta de pan" o sobre las de ropa "Se hacen trajes a medida". ¿Por qué ese "compro oro, compro oro, compro oro, compro oro..." empapelando obsesiva y compulsivamente toda la delantera del negocio? ¿Por qué en esos colores tan llamativos (y tan españoles, por cierto)? ¿Por qué esa primera persona del singular, como si fuera preciso subrayar que el comprador es en efecto un individuo con nombre y apellidos y no una empresa, una sociedad, una corporación, una firma?
La extrañeza aumenta si pensamos que por los alrededores de la tienda se pasea, además, un hombre-anuncio del mismo establecimiento ataviado con carteles gigantescos pintados con idénticos colores. ¿Qué pasa aquí? ¿Acaso se trata de un loco de atar, de un drogadicto del oro, de alguien que padece una enfermedad grave que solo puede combatirse a base de oro? Lo cierto es que el espectáculo produce tal agobio en el viandante que le dan a uno ganas de ir corriendo a casa para reunir los anillos de la abuela y los pendientes de mamá y hasta la medallita de la primera comunión para vendérselo a cualquier precio a ese pobre sujeto, se llame como se llame, cuyo mono solo se alivia con el preciado metal.
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