Contaminación y conciencia
El expresidente Jordi Pujol repite desde hace años que en nuestra sociedad se ha perdido la cultura del esfuerzo, la responsabilidad va de baja, la disciplina se ha relajado y el triunfo de lo fácil está a la orden del día. Gran parte de la ciudadanía comparte esas ideas, aunque tiende a no practicarlas. Nos golpeamos el pecho en reconocimiento de culpa, pretendemos pasar como humildes publicanos cuando nunca hemos dejado de ser el paradigma del buen fariseo. Nos hemos convertido en apóstoles de la doble moral y hemos hecho de los políticos los chivos expiatorios de nuestra hipocresía. Surfeamos sobre la realidad sin apenas sumergirnos en ella. Nos gusta que nuestros políticos digan lo que queremos oír y ello convierte, en ocasiones, la democracia en un lastimoso ejercicio de demagogia consentida.
Somos una sociedad de nuevos ricos que, a pesar de la polución, no quiere restricciones para el vehículo privado
¿Quién está dispuesto a votar en las próximas elecciones municipales a un partido que proponga reducir en una tercera parte el tráfico de vehículos privados en Barcelona, como piden los expertos? La contaminación que vive la capital de Cataluña procedente de los motores diésel nos sitúa a la cabeza de Europa. Compartimos un podio de dudosa reputación con Bucarest y Budapest. Estamos muy por delante de Londres. La polución de los diésel nos resta 13 meses de vida, superamos con creces el máximo tolerable europeo en lo que a dióxido de nitrógeno se refiere, según reitera una y otra vez la UE. Escribía recientemente en estas páginas el exministro Joan Majó que más de la mitad de la energía que consumimos se pierde o se malgasta inútilmente. Pero vivimos como si los medios fueran infinitos y no nos importara el legado que dejamos. Somos apóstoles de la velocidad y del coche estacionado en la puerta de casa y, por ello, triunfan los políticos que hacen demagogia a nuestro gusto. Estos días, en pleno apogeo de libre albedrío automovilístico, se han alzado voces que califican de "medida soviética" la limitación de velocidad a 110 km/h decidida por el Gobierno central. Más del 70% de los ciudadanos de España considera inútil esa la reducción. La inmensa mayoría de los catalanes están a favor de que el Gobierno de CiU haya suprimido el límite de los 80 km/h. Se argumenta que las medidas restrictivas son ineficientes, propagandísticas, oportunistas y tomadas sin el necesario consenso social. Probablemente hay de todo y, seguro, mucho de improvisación. Pero hay un indudable problema de fondo y su supresión de la limitación se toma, en ocasiones, con argumentos tan de peso como que figura en el programa electoral y las promesas hay que cumplirlas, pues somos gente de palabra. Hablamos de responsabilidad, contención, autodisciplina cuando somos entusiastas políticos del carpe diem.
Las medidas limitadoras de la velocidad han sido estúpidamente timoratas, hechas sin ánimo de molestar al elector durmiente. Y aun así las encontramos deleznables. Pero la realidad es testaruda: la contaminación sigue azotando Barcelona y ningún partido afronta la situación de forma decidida. Nadie quiere perder comba en la carrera hacia las municipales del 22 de mayo. Así que poco importa que el plan energético municipal de Barcelona se haya cumplido en apenas un 55%. Pero no hay que descargar toda la ira sobre los políticos: la ciudadanía se encargaría de hundir electoralmente a cualquier partido que atentara contra la libre circulación de coches en la ciudad. Somos una sociedad de nuevos ricos autosatisfechos con el AVE, resignados a tener un deficiente servicio de Rodalies y trenes regionales y pero contentos de poder circular sin restricciones con el vehículo privado.
Y no llevamos camino de aprender. Hubo socialización de culpa cuando estalló la burbuja inmobiliaria y despertamos de pronto en la dura realidad de la crisis. Las familias españolas, en la actual situación, deben dedicar el 115% de su renta bruta a pagar compromisos adquiridos. Fue el sistema financiero el que propició tal endeudamiento, pero ahora se apela a la corresponsabilidad social. Esa de la que no se dice nada cuando se trata de paliar el problema energético y de contaminación que nos amenaza directamente y que debería interpelar nuestra conciencia.
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