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La 'cuarta ola' democratizadora

Enrique Gil Calvo

El derrumbe del régimen de Gadafi reafirma la percepción, inaugurada con las caídas previas de las dictaduras tunecina y egipcia, de que estaríamos asistiendo al ascenso de la cuarta ola democratizadora, difundida esta vez por efecto dominó entre los sistemas coloniales surgidos de la disolución del antiguo Imperio Otomano.

El concepto de ola democratizadora fue acuñado por el politólogo Samuel Huntington, cuyas posiciones ultraconservadoras no le impidieron ejercer considerable influencia por el efectista impacto de sus metáforas retóricas, de entre las que el famoso choque de civilizaciones es sin duda la más polémica. En cambio, su libro La tercera ola (Paidós, 1994) fue bien recibido, pues en él periodizaba en tres grandes ciclos el proceso histórico de institucionalización de la democracia representativa. Cada ciclo se compone de una ola prodemocrática seguida de otra contraola antidemocrática, y su cronología es la siguiente.

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Primera ola de instauración de las democracias liberales primitivas, entre 1828 y 1926, interrumpida por la primera contraola del fascismo de entreguerras, de 1922 a 1942. Segunda ola de democratizaciones impulsadas por el triunfo de los aliados en la II Guerra Mundial, entre 1943 y 1962, a la que siguió la segunda contraola de revoluciones tercermundistas y contrarrevoluciones golpistas de 1958 a 1975. Y tercera ola democratizadora propagada por las transiciones que se produjeron sucesivamente en el sur de Europa, en América Latina y en el este de Europa entre 1974 y 1989, que se quebró por la tercera contraola iniciada en la plaza de Tiananmen y proseguida por las guerras balcánicas, momento en el que Huntington publica su libro.

Pues bien, un tiempo después, cuando los anglosajones optaron por invadir Afganistán e Irak para recuperar su hegemonía imperial, tras el golpe simbólico sufrido con los graves atentados de septiembre de 2001, decidieron legitimar su aventura mediante la retórica justificadora de la exportación de la democracia. Y para ello contaron con el concurso de ideólogos como Huntington, que no dudaron en defender la democratización manu militari de Irak como el inicio de una posible cuarta ola democratizadora, esta vez a extender por el Medio Próximo musulmán. Al fin y al cabo, la segunda ola democratizadora también fue impuesta manu militari a Italia, Alemania y Japón, y a pesar de eso la operación tuvo bastante éxito institucional. Por tanto, ¿por qué no habría de salir bien una operación análoga en Oriente Próximo? No obstante, la invasión de Afganistán e Irak no fue el paseo militar esperado, y su resultado ha sido que las democracias allí impuestas por la fuerza son de momento meras fachadas fallidas, que no consiguen ocultar una realidad hobbesiana-en absoluto democrática. De modo que la idea de una cuarta ola pronto fue abandonada. Pero todo ha cambiado ahora, cuando primero Túnez, después Egipto y ahora Libia están experimentando sendos procesos revolucionarios claramente prodemocráticos, que están significando la caída de sus respectivos regímenes dictatoriales. Por lo tanto, ahora parece que esta vez va en serio, pues por fin está naciendo y cobrando impulso la cuarta ola democratizadora.

¿Cuál es el principal motor del cambio que impulsa la propagación transnacional de una oleada democratizadora? ¿Por qué se difunde con preferencia a ciertos países vecinos más que a otros? Sin despreciar otros factores evidentes, como las transformaciones económicas y sociales, el efecto demostración transmitido por los medios masivos o la exigencia democratizadora del entorno internacional, que tan eficaces fueron para impulsar la tercera ola, Huntington optó por destacar la influencia prioritaria y para él decisiva del factor religioso. Por eso llamó ola católica a la que democratizó a partir de 1975 primero la península Ibérica, después el continente sudamericano y por fin Polonia. Y de ser acertada esta interpretación idealista, deberíamos pensar que ahora es el islam, tras el catolicismo, el que se estaría democratizando.

Ahora bien, ¿no le estaremos dando una importancia excesiva a la religión? ¿Seguro que acertó Huntington al hacer del factor religioso el más decisivo de todos? ¿Y si la religión no hace más que manifestar ritualmente la influencia de otros factores, como son las divisorias culturales y geográficas heredadas de la historia? ¿Cómo explicar que esta cuarta ola se propague sobre ciertas áreas musulmanas con preferencia sobre otras que se resisten a dejarse contagiar? ¿Cuáles son los factores epidemiológicos que favorecen la difusión del virus democratizador?

Hasta ahora, la rebelión ha prendido con rapidez en una zona muy delimitada (Túnez, Libia, Egipto) cuyas características comunes son las siguientes: religión musulmana suní, cultura árabe dominante, pertenencia al Imperio Otomano durante siglos y experiencia colonial reciente bajo dominio europeo. En cambio, en los países en que la rebelión no ha logrado cobrar el mismo vigor, aunque también sean árabes y musulmanes, faltan sin embargo el tercer y cuarto factor: la dominación otomana y la experiencia colonial europea. ¿No serán, por tanto, estas dos últimas características las que canalicen en mayor medida la propagación de la epidemia democratizadora? Y de entre ambas, ¿no será la influencia otomana la que predomine sobre la europea?

De ser esto así, cabría plantear la hipótesis de que, una vez fracasado el modelo iraní, el éxito actual del modelo turco es el más determinante para explicar el contagio de esta cuarta ola, que por tanto no sería tanto una ola islámica o una ola árabe como una ola otomana. Con ello me refiero al área cultural delimitada por las posesiones históricas del Imperio Otomano, con capital en Estambul desde 1453 hasta 1923. Un espacio geográfico institucional que por el este alcanzó el actual Irak sin penetrar en Irán, mientras por el oeste magrebí solo llegó hasta Túnez, sin dominar Argelia ni menos Marruecos. Y de ser cierta esta interpretación, Siria, Líbano, Jordania, Palestina, Yemen, Omán e incluso Arabia Saudí serían más susceptibles de contagio, pero no tanto el resto del área arábigo-musulmana. De todas formas, lo que sí explica bien esta hipótesis de continuidad histórica del factor otomano es la creciente influencia política que el actual régimen turco (una democracia de tercera ola hoy plenamente homologable y consolidada, con liderazgo del islamismo moderado) ejerce sobre todos los países dominados en el pasado por la hegemonía cultural y política de Estambul.

En cualquier caso, si es que llega a florecer y consolidarse, habrá que felicitarse de que por fin se produzca esta cuarta ola de democratización, ya sea islámica, panárabe u otomana. Con ello ascenderá otro peldaño la democratización de la democratización: un lujo hasta 1945 solo al alcance de la élite WASP del planeta, del que las demás poblaciones occidentales (las clases medias del globo terráqueo) no empezamos a disfrutar más que hace un tercio de siglo con la tercera ola. Ya es hora, pues, de que el resto de poblaciones, las clases bajas de la globalización, comiencen a participar también de la democracia, para culminar por fin el ideal de la igualdad política a escala global: hoy se incorporan las masas egipcias, y esperemos que también puedan hacerlo pronto las chinas. Pero esta democratización global también nos deja un punto de melancolía, pues cuando ahora los recién llegados se entusiasman con la celebración de su libertad, nosotros, los occidentales, cada vez más defraudados, nos lamentamos por la ínfima calidad de nuestras democracias defectivas. Por eso, en contraste, ¡qué envidiable nos parece su efervescencia cívica pendiente de estrenar!

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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