Un asunto de honor
Voy de "El puticlub del portugués" a "La última playa", del primer al último capítulo de Un asunto de honor, de Arturo Pérez-Reverte, y no puedo dejar de seguir al héroe, ese camionero que corre cuesta abajo, caballero andante, con su princesa, fugitiva del dragón y de la madrastra. Es una historia de carretera, amor, violencia y sexo, honor de los hombres y virginidad de las mujeres, tensa como todo gran relato, por entregas además, con suspense, qué pasara ahora, para EL PAÍS, un verano. Rápida como la mala vida, suena a jerga de barra y cárcel, a ruido de la calle, fulminante trama de palabras en la que coinciden el ritmo verbal y el ritmo de la acción, divertida, terrible, en vilo. Es evidente que el escritor se divierte con las palabras.
Lo extraordinario se despliega entre el atardecer y el amanecer, en "una noche tranquila de esas en las que no se mueve ni una hoja", cerca de la frontera con Portugal y la costa atlántica. Al héroe se le aparece una belleza fabulosa, y el desgraciado pierde el alma, se pierde entero. Huirá en un Volvo 800 Magnum de 40 toneladas, peleará cuerpo a cuerpo en una habitación de motel de la provincia de Huelva. Pondrá verdadera insistencia en que lo aplasten. Navaja en mano, frente al mar, renegará de la muerte, que lleva pistola. Y todo se concentra en una noche: como si en un abrir y cerrar de ojos cupiera el sentido de la vida. El personaje se hace en la acción inesperada, no buscada, apremiante, que se le presenta de pronto y le exige reaccionar, jugárselo todo, sin reservas. Las palabras se suceden con potencia de imagen cinematográfica o crónica radiofónica, vivas y contundentes, transformadas en personajes en acción. Enrique Urbizu hizo con esta historia la película Cachito.
Los cinco personajes de Un asunto de honor tienen carácter, fanáticamente fieles a su condición, buena o mala. Su carácter son sus hechos, su reacción ante las circunstancias, y Pérez-Reverte los pone en circunstancias inapelables que no admiten ni la indefinición ni las vacilaciones. No tienen más remedio para no traicionarse a sí mismos que actuar como actúan: no tienen otra salida que convertirse en héroes y malditos. "No sé cómo lo hice pero el caso es que lo hice", se asombra de su propio coraje el camionero intrépido. Las heroínas son fatales, inocentes o malvadas; el valiente es un mala cabeza, de nariz rota, tatuado; el malvado es pirata sin pata de palo, pero con diente de oro; el matón inmenso es menos malo que sentimental, pobre chófer del coche de los muertos. Los personajes son escuetos, desnudos y elementales como su historia. No hay nada accesorio. Estas criaturas tienen su moral, con dos componentes esenciales: valor y mala leche contra quien quiere liquidarte o perderte el respeto. Afrontan situaciones difíciles, de mucha tensión, a las que en un momento dado les va bien la risa, sobre todo si los nervios están de punta y se sale del trance con buena suerte. A la hora de contar cosas así, sobran las palabras que no estén vivas y es mejor saber reírse.
Arturo Pérez-Reverte es un maestro de las situaciones agónicas, cuando lo que está en juego es el destino, la puta vida, como dirían el escritor y el héroe de Un asunto de honor, camionero con antecedentes penales. Lo que cuenta es "tener carne y sentimiento y sangre que se te mueve por las venas". Suena música de Los Chunguitos en la cabina del camión esta noche de carretera y fuga. Pero no se puede huir siempre: acaba llegando el día, el momento comprometido, crítico, que todo lo cambia e incluso mata: el momento de descubrir que la vida es poca y peligrosa, la situación difícil e inevitable, el enemigo mortal, la muerte puta, y que el premio, más allá del amor de la princesa, ni siquiera es un galardón visible. Es algo que solo existe porque tú crees que existe: algo así como librarse de la vergüenza de no haber hecho lo que había que hacer, o sentir la euforia de haber sido valiente una vez por lo menos.
Mañana, viernes, por solo 7,95 euros con EL PAÍS.
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