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61ª edición de la Berlinale
Columna
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Pocas perlas y mucho tedio

Debido a la exigencia de tener que comentar otra cansina edición de los Premios Goya y la entrevista al juez Garzón, se me han acumulado películas de la Berlinale que aún no he podido reseñar. Es probable que gran parte del cine que compite en los festivales empiece y termine su distinguida carrera en ellos, que su exhibición comercial se vea restringida con suerte a su país de origen. Con lo cual el lector de estas crónicas no tendrá elementos de juicio para disentir o estar de acuerdo con mis opiniones, pero como mi trabajo consiste en informar de su bautizo festivalero intento ser fiel a él huyendo a ser posible de la asepsia. Ya he confesado más veces que en algunas ocasiones me quedo frito o abandono la sala antes de que el manjar haya finalizado. Por estricto cuidado de la salud mental. Cuando eso ocurre, alguien con más paciencia que yo me cuenta el desenlace de esa película. Pero descubro que eso no altera ni añade nada trascendente a la inconclusa pesadilla que he sufrido.

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Me ha ocurrido con The Turin horse, dirigida por el aclamado director húngaro Bela Tarr, alguien indescriptible de siempre para mi sentido del cine, pero al que las revistas especializadas dedican infinitas y asombradas páginas, algo de enorme mérito al constatar la heroicidad que supone escribir incansablemente sobre la nada. En el prólogo de esta película cuentan que Nietszche se volvió loco para el resto de su vida al ver cómo un cochero azotaba a su caballo al negarse este a trotar. Bela Tarr no se ocupa de las enigmáticas razones por las que a Nietszche se le fue la olla, sino del cochero, su hija y el caballo. Quiero decir: describe minuciosamente lo que estos hacen a lo largo de seis días, y en 146 y sufribles minutos. A saber: 10 minutos siguiendo al carro, otros siete encerrando al caballo en la cuadra en medio de una tormenta, ocho mostrando cómo el huraño dueño del caballo se cambia de ropa al llegar a casa, cinco observando cómo devora una patata cocida, otros cinco filmando a la hija al comerse la suya, 10 mientras que ambos observan el agreste paisaje, nueve recogiendo al buen hombre cuando se desviste antes de acostarse y así hasta el final. Todo ello fotografiado en artístico blanco y negro, con idéntica y repetitiva música, en planos secuencia, con la cámara inmóvil o moviéndola cadenciosamente, reduciendo el diálogo a monosílabos (aunque hacia la mitad aparece un vecino borrachín que se suelta un monólogo apocalíptico), obsesionado con éxito el pretencioso marciano Tarr por crear atmósfera, aunque esta no tenga ninguna historia que arropar. Me cuentan que Bela Tarr ha declarado que con The Turin horse lo que ha pretendido es representar el peso insoportable de la vida. Ignoro si la suya es tan pesada pero puedo jurar por mi santa madre que los kilos de aburrimiento que ofrece su cine se salen de la balanza.

Esa sensación de inanidad existencial y de modorra narrativa se prolonga en la argentina Un mundo misterioso, dirigida por Rodrigo Moreno. Soy incapaz de captar qué misterio vital o metafísico existe siguiendo los insoportables pasos de un fulano con pinta de zombi al que su novia le ha pedido una separación temporal, algo más que lógico al observar lo que hace, dice y calla este señor en su nihilista camino. Los personajes con los que se encuentra también están en su honda. Lo único agradecible de un mundo misterioso es que se acabe.

Se supone que el muy culto Ralph Fiennes conoce inmejorablemente el universo de Shakespeare y que está enamorado de él. Lo que no está claro es que ese amor se vea correspondido al observar la adaptación que ha hecho de Coriolano. Su aportación más original es que ha situado la acción y el texto en el mundo actual. Todo lo que sale por la boca de esos hombres que luchan por el poder merece la pena de ser oído, pero las imágenes que lo sustentan son inmediatamente olvidables. Es triste que Shakespeare, el hombre que creó el lenguaje más impresionante para hablar de la complejidad de la naturaleza humana, tenga tan poca suerte al ser traspasado al cine. Con gloriosas excepciones, como Campanadas a medianoche y Julio César.

Tampoco hay nada brillante que destacar en Las mujeres de la sexta planta, una película francesa que describe la agridulce supervivencia de mujeres españolas que trabajan como sirvientas en París en los años sesenta. Está protagonizada por el tópico y el pasteleo, una combinación que la taquilla valora mucho. El futuro, dirigida por Miranda July, retrata la crisis de una pareja que dedica todo su ocio a Internet y que espera que la adopción de un gatito enfermo haga más llevadera su incomunicación. También oímos las reflexiones del gato. Son tan bobas como todo lo que hacen y dicen esta pareja tan rara. No logro pillar las claves del humor indie. Y, cómo no, hemos visto la ritual película que siempre ofrece la Berlinale dedicada al Holocausto. Nada que ver con obras maestras como Shoah y La lista de Schindler. Se titula My best enemy y narra de forma rutinaria, aunque concienciada, la persecución contra una familia judía que posee un dibujo inédito de Miguel Ángel.

Lo más aceptable que he visto en los últimos días, junto a la conmovedora película iraní que les comentaba ayer, es la turca Our grand despair, que cuenta con gracia y sutileza la imposible historia de amor entre dos amigos cuarentones y una chica repentinamente huérfana a la que han acogido temporalmente en su casa. En sus mejores momentos, me recuerda al cine de Claude Sautet, aquel maravilloso retratista del sentimiento amoroso, de sus alegrías y sus zozobras.

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