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El reverso de la factura sanitaria

El Departamento de Sanidad de la Generalitat ha anunciado que, a partir de ahora, se pasará la factura por los servicios prestados a cada usuario de la sanidad pública. No para que la pague, sino para que sea consciente del coste de su asistencia y así contribuya a un uso más racional de los recursos disponibles que redunde en un menor gasto público. Se trata, pues, de una factura simbólica. Sin embargo, y con independencia de que pueda ayudar a reducir los malos usos y los abusos de los servicios sanitarios, hay algo de inquietante en ese símbolo que no deberíamos pasar por alto.

Ese algo es la suposición de que podemos poner precio a las prestaciones sanitarias públicas. Ahora bien, cuando se atribuye a las personas un derecho fundamental, como es el caso de la salud, se entiende que su garantía queda al margen de las leyes del mercado, por tratarse de algo demasiado importante como para que su disfrute dependa de la capacidad económica de cada uno. A cambio, se establece un servicio público que vela por su satisfacción igualitaria, cueste lo que cueste. Por eso, podemos decir que la salud no tiene precio, aunque sea muy costosa y, por supuesto, muy valiosa. Una diferencia, la de valor y precio, que la factura sanitaria parece ignorar, porque una cierta cantidad de euros puede reflejar un precio, o un coste si se quiere, pero nunca un valor, salvo el de mercado, que es precisamente el mecanismo de distribución del que hemos decidido apartar a la salud. Es un tópico muy cierto que las cosas más importantes de la vida no tienen precio, y la salud se cuenta entre ellas, del mismo modo que la relación entre el personal sanitario y los pacientes, basada en la confianza, la beneficencia y el cuidado y no tanto en el posible lucro que pueda obtenerse a través de ella.

La sanidad pública no expresa caridad, sino justicia entre iguales y el que es tratado justamente no nos debe nada

En realidad, al hacer cargar al paciente con el coste de sus gastos sanitarios, aunque sea solo figuradamente, estamos arrojando una sombra de duda sobre la idea misma de la ciudadanía, que implica la conciencia de formar parte de una unión de hombres y mujeres vinculados por intereses comunes. De cada ciudadano se espera que contribuya al bienestar colectivo en la medida de sus posibilidades, sin recibir a cambio una remuneración precisa de sus esfuerzos, sus talentos o sus méritos, aunque sí la seguridad de que también él será beneficiario incondicional de la dedicación de los demás cuando lo necesite. Al pasarle la factura sanitaria estamos rompiendo de forma unilateral ese vínculo, haciéndole responsable del coste de la atención prestada.

Muchos hay que habrán aportado poco o nada a las arcas sanitarias, pero que no han dejado de contribuir con su esfuerzo cotidiano a la causa común, haciendo posible así la vida social, sin que el mercado sea capaz de retribuirles con justicia por ello, porque hay actividades que el mercado valora poco o no valora en absoluto, pero que son esenciales. Esta injusticia se reduce en la medida en que todos tienen garantizado lo más básico a través de sus derechos, cuyo coste colectivo, por tanto, no tiene sentido individualizar.

No es muy gratificante la imagen, digamos, de una mujer humilde, enferma, mayor, que acaso haya pasado su vida cuidando de los demás sin exigir nada a cambio ni presentar facturas, a la que se le despide del hospital entregándole una cuenta por un importe quizá muy elevado que sabe que nunca podría pagar y que parece exigirle gratitud para con los demás, la gratitud que demanda la caridad y que supone la superioridad del que da frente al que la recibe. Sin embargo, la sanidad pública no expresa caridad, sino justicia entre iguales y el que es tratado justamente no nos debe nada.

El acto aparentemente inocuo de pasar la factura sanitaria puede constituir un gesto de ignorancia o de inconsciente desprecio del trasfondo de los derechos y de la ciudadanía, uno de esos gestos con los que se esparcen las semillas de la disolución comunitaria, haciéndonos creer que todo puede ser objeto de compraventa porque todo tiene precio. Lo que yo leo en la letra pequeña del reverso de la factura sanitaria es eso, y por eso creo que es una idea desafortunada.

Ricardo García Manrique es profesor de la Universidad de Barcelona.

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