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A buenas horas

Ciertamente, en su inicio anidaba la insidiosa voluntad de cargar sobre las autonomías la culpa de la crisis económica y de confianza que sacude hoy a España. Después, su desenvolvimiento a lo largo de las últimas semanas ha sido espasmódico, carente de rigor, hecho a golpe de titulares y de piruetas tácticas, y ello vale tanto para la crítica de Aznar contra las comunidades que quieren "convertirse en mini-Estados" como para la súbita transmutación zaragozana de Rodríguez Zapatero desde la voluntad loapizadora hasta el más férvido autonomismo. Pero, pese a todo ello, el debate en curso sobre el modelo de organización político-territorial del Estado nos ha procurado también revelaciones muy significativas y posicionamientos dignos de análisis.

Es una lástima que Felipe González no viera la futilidad de las diputaciones en los 14 años en que presidió el Gobierno

Por ejemplo, las palabras del presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, al manifestar el otro día que el café para todos autonómico fue "un error", "una ocurrencia" ideada allá por 1978-1980 para tranquilizar al ejército, receloso ante la inevitable concesión de un cierto autogobierno a Cataluña y al País Vasco. A la mayor parte de las actuales comunidades -admitió Bono- la autonomía les llegó por carambola, para "desmerecer", para rebajar ante los militares todavía franquistas el otorgamiento de estatutos a aquellos territorios que llevaban décadas reivindicándolos y/o que ya habían gozado de ellos durante los años republicanos.

Es una declaración que se agradece y que, al mismo tiempo, resulta chocante. Se agradece que quien ya por entonces formaba parte de los círculos dirigentes del PSOE admita algo que muchos sospechábamos: que la decisión posconstitucional de generalizar las autonomías pretendió sobre todo aguar, diluir, desactivar la trascendencia política y el alcance histórico de las singularidades vasca y catalana: si la autonomía alcanzaba a todo el mundo, incluso a aquellos que no la habían reclamado jamás, entonces tal cosa no sería demasiado importante y, sobre todo, no constituía hecho diferencial alguno. A la vez, llama poderosamente la atención que Bono se manifieste así ahora, tras haber sido, durante 21 años, presidente de una de esas comunidades autónomas artificiosas e inventadas, tras haber contribuido como el que más a dotarla de toda suerte de atributos superfluos, desde una Radiotelevisión deficitaria hasta una caja de ahorros ruinosa.

Otro aporte de relieve a la discusión lo hizo el ex presidente Felipe González cuando abogó, la semana pasada, por suprimir las diputaciones provinciales, al considerarlas "administraciones redundantes". Sin duda lo son, aunque el ilustre estadista jubilado y joyero à ses heures lo descubre un poco tarde. Tal vez González no lo sepa -o sí-, pero el catalanismo lleva un siglo entero tratando de eliminar esa redundancia: diluyó las diputaciones en el seno de la Mancomunitat entre 1914 y 1924, las liquidó -con la aquiescencia de Madrid- el 17 de abril de 1931 y, desde el proceso estatutario de 1978-79, ha pugnado una y otra vez por eliminarlas o, cuando menos, por vaciarlas de contenido.

Dicho empeño ha topado con resistencias internas de tipo localista (véanse las reacciones a la Ley de Veguerías) y también de carácter partidista (por parte de las siglas que controlan las corporaciones provinciales, mayormente la de Barcelona), pero sobre todo choca con el blindaje que otorga a la provincia el artículo 141 de la Constitución. Por ello es una gran lástima que Felipe González no adquiriese conciencia de la futilidad de las diputaciones durante los casi 14 años en que presidió el Gobierno; en aquel entonces, especialmente con las mayorías absolutas de 1982-89, hubiese podido suprimirlas sin gran dificultad, incluso si ello precisaba una reforma constitucional.

Al parecer, en la política española, la sinceridad sobre los temas de organización territorial sólo se adquiere una vez retirado como Felipe, o en la cuenta atrás para el retiro, que es el caso de Bono. A buenas horas, mangas verdes.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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