Fin de años
La arrogancia del poder, la frivolidad de la belleza deseada pero no alcanzada, los reveses de la ambición, la ingratitud o la postergación injusta del mérito: estas pueden ser las principales fuentes de humillación que padecemos los humanos. Antaño lo fue también la humildad de la cuna, luego sustituida por la segregación racial o nacional que los inmigrantes conocen bien. Contra todas ellas, si no falta el coraje, cabe la sublevación y hasta el logro de una revancha victoriosa y compensatoria. Pero hay una humillación a la que nada resiste y que derrota cualquier rebeldía por medio del ridículo: la de envejecer.
En la época más reciente, la obra pionera sobre la postergación social y la invisibilidad de la vejez fue el ensayo de ese título de Simone de Beauvoir, que en castellano editó hace 40 años la editorial Sudamericana. Después la vejez se ocultó tras el biombo eufemístico del término "tercera edad" y proliferaron hasta el agobio los estudios que proponían reivindicaciones y proporcionaban aliento optimista. Se procura convencer a los viejos, mientras mantengan capacidad de consumo, de que no se dan cuenta de lo jóvenes que son todavía. En efecto, nadie es viejo del todo mientras tenga aún dinero. Aunque dadas las pensiones que le van a quedar a la mayoría a partir de ahora, pocos son los que van a poder retrasar mucho esa aleccionadora experiencia...
Hay una humillación a la que nada resiste y que derrota cualquier rebeldía: la de envejecer
Los antiguos tenían una visión menos edulcorada del asunto. Los griegos, que eran deportistas y guerreros, sentían un asco indisimulado por los ancianos, incluso por los adultos demasiado talluditos: no hay más que ver la diferencia de trato que da Homero al cadáver del joven héroe muerto en la flor de la edad y al del guerrero caído ya demasiado tarde. Los romanos, que estimaban la vida familiar en la que los abuelos no dejan de ser decorativos, mostraban un poco más de respeto: pero tanto Plauto y Terencio en sus comedias como Horacio en sus sátiras no dejan de ofrecer un retrato inmisericorde de la senilidad, señalando la avaricia maniática de ellos y la lujuria repelente de ellas.
La primera apología de la vejez, y la más célebre, es el De senectute de Cicerón (hay una buena edición bilingüe editada por Tricastela, anotada y precedida por varios estudios interesantes). Utilizando a Catón el Viejo como portavoz, Cicerón se esfuerza por refutar los reproches más habituales contra la vejez, como el cese de las actividades, el volverse odioso para los demás o el apagamiento de los placeres. Despliega su probada elocuencia aunque no siempre logre convencernos: "¿qué placeres físicos se pueden comparar con la autoridad (que se adquiere con la edad)". Pues cualquiera, Marco Tulio, cualquiera y siempre con ventaja sobre esta. Por si acaso, tanto Catón, como el propio, Cicerón se aseguraron amantes y esposas jóvenes hasta el último día... Siglos después, el filósofo político Norberto Bobbio tituló también De senectute (Taurus) a sus memorias de ancianidad, aunque con una visión mucho más pesimista que la ciceroniana.
Lo mejor que se ha escrito sobre la experiencia de envejecer es Revuelta y resignación de Jean Améry (Pretextos). Nadie ha expresado con tanta precisión cómo el mundo nos abandona antes de que lo abandonemos y que irrisorios son los honores que tratan de consolarnos. Su descripción de una conferencia del envejecido Sartre ante el público que 20 años atrás le adoraba juvenilmente es una página inolvidable y estremecedora: "El ser humano que envejece, cuyas realizaciones ya han sido contabilizadas y sopesadas, está condenado. Ha perdido, aunque haya ganado, quiero decir: aunque su ser social, que agota su conciencia, se contabilice como un gran valor de mercado".
Y con todo ¿saben qué es lo indudablemente peor de la tercera edad? Que no hay cuarta.
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