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Estado de alarma
Columna
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Normalizar la excepción

Josep Ramoneda

El Gobierno Zapatero había incorporado a su currículum el dudoso éxito de ser el primer Gobierno democrático español en decretar el estado de alarma. Podía pensarse que este era un empeño más propio de Fraga o de Aznar. Pues no, ha sido Zapatero el que ha desbrozado el camino de las medidas de excepción. El presidente ha decidido ir todavía más lejos: con la prórroga se propone convertir la excepción en normalidad. Y utilizarla como lo que nunca puede ser: un instrumento preventivo. Dos pasos más propios de la cultura política autoritaria que de la democrática.

Las constituciones reservan la legislación de excepción para circunstancias muy extremas, desde catástrofes naturales hasta amenazas muy graves para la seguridad. No hay en toda España un solo lugar en que ocurra algo que se pueda catalogar dentro de las situaciones de excepción. De hecho, la única verdadera y dramática excepcionalidad que hay en este país es una tasa del 20% de paro. Y no ha sido esta la que ha provocado el estado de alarma. Prorrogar una medida de excepción porque, según dice el Gobierno, no se ha alcanzado todavía la plena normalidad en los aeropuertos es una barbaridad. Con este precedente, se podría declarar el estado de alarma cada vez que la conflictividad social lleve a una paralización del metro de una ciudad, del transporte por carretera o del tren. El Ejecutivo tiene la obligación de resolver los conflictos laborales con la negociación por muy cafres que sean los colectivos con los que se enfrente. Podía discutirse la apelación al estado de alarma ante una huelga salvaje tan perjudicial -y sin aviso- como la de los controladores en vigilias del puente de la Constitución. Pero, desde luego, no tiene pase su prórroga en una situación de normalidad como la actual y sobre la base de la simple sospecha de que los controladores podrían volver a las andadas.

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El Gobierno cortó un movimiento muy impopular con una jugada aparentemente bien calculada que ahora le puede pasar factura. Se sintió en sintonía con la ciudadanía después de mucho tiempo de desencuentros. Y ha pensado que la impopularidad de los controladores da vía libre para seguir marcando puntos. Calmada la situación, la excepcionalidad sobra. La prórroga pone de manifiesto la debilidad del Gobierno: no es capaz de garantizar la normalidad aeroportuaria en las vacaciones de Navidad. Y este es su fracaso, que trata de encubrir con instrumentos excepcionales. Zapatero ha creído que la impopularidad de los controladores obligaría a los demás partidos a apoyar incondicionalmente el estado de alarma. Se ha equivocado, porque el gesto delataba debilidad y la oposición no podía desaprovechar la oportunidad.

¿Qué hará ahora el Gobierno cuando aparezcan otros conflictos impopulares en el país? Los habrá, sin duda, como corresponde a un momento en que, con la crisis, se están a punto de superar todos los umbrales de la desigualdad sostenible en la sociedad española. ¿Va a organizar Zapatero un estado de alarma contra cada colectivo? El PP creó el lío, dándoles a los controladores todo y más. El PSOE ha tenido seis años para resolverlo y ha sido incapaz. Ahora, opta por una vía extraordinaria que nadie osó utilizar ni siquiera en los momentos de más brutal ofensiva de ETA. Este país va a pagar caro el recurso al estado de alarma. Primero, porque ha sentado el precedente: a cualquier otro Ejecutivo le será mucho más fácil dar el paso. A la derecha española, con la carga tan reaccionaria que lleva encima, le han allanado el camino para el futuro. Segundo, porque con la opción autoritaria ocurre como con la droga: que la dosis se hace rápidamente pequeña y todos quieren más: el que toma la decisión y la ciudadanía que la recibe. Si así se despachó a los controladores, ¿por qué no se puede hacer igual con cualquier otro colectivo incómodo?

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En medio de la deriva conservadora que vive el continente, el Gobierno no ha querido ser menos. Normalizar la excepción es incompatible con la idea de democracia, que es precisamente un régimen en que la excepción solo cabe en circunstancias muy extraordinarias. Convertirla en arma preventiva es directamente una violación de la propia idea constitucional de excepción, que se legitima en lo que ha ocurrido, no en lo que hipotéticamente pudiera ocurrir. Si el Gobierno sospechaba de los controladores ¿por qué no impuso al estado de alarma antes de la huelga salvaje? Porque sabía perfectamente que no era posible. Ahora, tampoco.

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