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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Otro celta soñador

Fernando Savater

Remontándonos a los orígenes, la primera historia de espionaje está en la Ilíada, cuando el siempre moderno Ulises se infiltra en las filas troyanas con nocturnidad y alevosía (a no ser que aún antes, en el Paraíso, consideremos a la serpiente el primer agente doble...). Menos pretencioso resulta situar los albores del género en el siglo XIX, quizá en Los tres mosqueteros, donde hay una intriga internacional con asesinato político incluido. O El prisionero de Zenda, de Anthony Hope, deliciosamente romántica. También Sherlock Holmes, cuando resuelve el caso de El tratado naval... Pero quizá sea mejor esperar hasta la propia aparición literaria del agente secreto, espía o contra-espía profesional. Ninguno comparable al de 1a novela de Joseph Conrad, quizá la obra maestra más profética y actual de comienzos del siglo pasado, aunque no sean desdeñables luego ni el Ashenden, de Somerset Maugham, Los treinta y nueve escalones, de John Buchan, La máscara, de Dimitrios de Eric Ambler, ni los protagonistas del gran Graham Greene, sobre todo el de su conmovedora El factor humano.

Robert Erskine Childers es otro irlandés trágico a la espera de un Vargas Llosa que le narre

La guerra fría promovió el género dentro de coordenadas políticas que hoy nos resultan ya incurablemente obsoletas (algo así como la "novela familiar" que preocupaba a los pacientes de Freud). Me divirtieron mucho las peripecias del James Bond de Ian Fleming, fagocitadas después por películas que no siempre las mejoran, y las de imitadores franceses como el Coplan de Paul Kenny (seudónimo de un amigo colaboracionista de Hergé) y sobre todo las de el Mr. Suzuki de Jean-Pierre Conty, una saga popular magistralmente narrada y hoy olvidada. No logré conectar casi nunca en cambio con el prolijo John le Carré, que me parece un sucedáneo de Graham Greene alto en cloroformo.

Pero ahora que estamos leyendo El sueño del celta, de Vargas Llosa, es oportuno recordar El enigma de las arenas (1902), indudable pionera editada aquí por Edhasa. Es novela de un pausado e intenso realismo: dos amigos que parten en un yate para cazar patos y practicar la navegación a vela por las costas del Mar del Norte descubren un plan prusiano para invadir Inglaterra por vía naval. No falta una leve intriga amorosa, algo postiza, y la sorpresa final sobre el enemigo al que persiguen. El relato fue elogiado por Conrad, Buchan y Fleming y algo más: el primer Lord del Almirantanzgo, entonces Winston Churchill, lo utilizó como argumento para reforzar la defensa británica contra su evidente vulnerabilidad por ese flanco marítimo. Pero aún más novelesca que la trama del libro es la vida de su autor, Robert Erskine Childers, otro irlandés soñador y trágico a la espera de un Vargas Llosa que le narre.

Hijo de un orientalista, fue siempre un marinero vocacional y al principio súbdito fiel y útil del Imperio británico, tanto en la guerra de los boers como incluso en la Gran Guerra. Decepcionado luego, se hizo ferviente nacionalista y colaboró con los Voluntarios junto a Roger Casement y Alice Stopford Green. Intervino en la redacción del acta de independencia irlandesa, pero siempre estuvo rodeado de malquerencias: los ingleses, Churchill a la cabeza, le odiaron por traidor y muchos irlandeses le tenían por espía británico. En el enfrentamiento civil que siguió a la independencia, tras el asesinato de Michael Collins, prevalecieron sus enemigos. Fue arrestado por el delito capital de poseer un arma (una pequeña pistola regalada por Collins) y condenado a muerte. No apeló contra la sentencia, aunque sus amigos lo hicieron por él inútilmente. Fusilado en 1922, sus últimas palabras al pelotón fueron: "Dad un paso o dos adelante, muchachos: así os resultará más fácil". Antes, recomendó a su hijo de dieciséis años que no guardará rencor a nadie. Cincuenta años después, Erskine Hamilton Childers fue el cuarto presidente de la República de Irlanda.

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