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Una escritora en la cumbre de las letras
Columna
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El hada Campanilla sobre el abismo

Rosa Montero

Este parece ser el año de los sueños postergados, de los deseos cumplidos en las letras españolas. Primero fue el Nobel de Vargas, tan dilatado en el tiempo. Y ahora es, por fin, el Cervantes de Ana María Matute, otra eterna aspirante. Ya era hora; en primer lugar, por la innegable calidad de la obra de Matute; pero también porque es una vergüenza que, en 35 años, este galardón, el primero de la lengua, solo haya premiado a tres mujeres. Y no porque no existan candidatas de mérito (qué injusto que no se lo dieran a Carmen Martín Gaite, que no se lo den a Elena Poniatowska...) sino porque no saben mirarlas.

Contaba Matute en una entrevista en este periódico hace unos días que si ganaba el Cervantes se pondría a dar saltos, y esa es una imagen imposible (está muy coja) que, sin embargo, creo que refleja muy bien el tipo de escritora que es y su voluntad de preservar con vida al niño interior. De todos es sabido que la creatividad en general, y sin lugar a dudas la literaria, va unida a cierta inmadurez, a la imposibilidad de abandonar del todo el territorio de la infancia, y esa niñez abrasadora es el motor esencial de la personalísima obra de Ana María Matute, tanto en sus novelas más realistas, como Los Abel o Primera memoria, en donde unos protagonistas niños o adolescentes observan con desesperación el colapso del mundo, como en sus libros más fantásticos, como La torre vigía y Olvidado rey Gudú, que son una especie de cuentos infantiles pervertidos y envenenados por la indecible crueldad de los adultos.

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Más aún: ella misma, para sobrevivir a una existencia lacerante, escogió convertirse en cierta medida en un ser de ficción. Escogió ser una niña eterna y seguir jugando. Y así, en los peores momentos, fabricaba con pizcas de madera intrincadas maquetas de mundos mágicos, o soñaba despierta, en la desolación de las noches, que era un guerrero tártaro galopando en la estepa. Ana María Matute es el primer personaje de Ana María Matute, y es una criatura etérea, alada, llena de una sobrecogedora oscuridad que ella recubre de polvos de oro. El hada Campanilla volando esforzadamente sobre el abismo. Y en ese empeño por seguir creyendo que la luz existe, aunque la vida te ciegue; en ese afán por mantener un toque de inocencia, a pesar de todo lo que ha visto y todo lo que sabe, reside la grandeza de su obra, esa mezcla única, tan resbaladiza, de horror y de belleza.

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