Retrato en carne viva
Un director de cine se muere con cada película. Vive tantas muertes que cuando le llega la biológica está tan entrenado que lo puede hacer sin ruido ni llanto. Berlanga se ha muerto en el final de cada una de sus películas. En cada secuencia de conclusión encontrarán una metáfora de la muerte, bien expresiva. Ningún final estará a la altura de los finales que él eligió para los suyos, sus personajes, siempre vencidos, sometidos, derrotados.
Allá deja reducido el mundo, de principio a fin, tal y como lo entiende o lo siente en un momento determinado. En esas reducciones del mundo, Berlanga supo hacer florecer una prolongación constante de su mirada, una encadenada a la otra. Si se repasa su filmografía se encuentra una fidelidad de tono, de forma y, por supuesto, de discurso, hasta completar un panorama de la última mitad del siglo XX que no han alcanzado ni los mejores historiadores ni los mejores novelistas de ese tiempo.
Las películas de Berlanga siempre tenían el origen en alguna imagen contundente, que le obsesionaba, pero luego se desarrollaban con una escritura de alta precisión. Para empezar con un oído próximo a la realidad, sin otra pretensión que dar voz a la calle. Sus guiones con Azcona se escribían hablando entre ellos, en cafeterías públicas, con la mirada fija sobre los tipos reales. El gusto por los personajes anónimos, por los sucesos minúsculos, por las contradicciones de vivir. Nunca nadie excelente ni nadie perfecto, nunca un ser ejemplar ni un sujeto relevante, todos producto de la misma penuria, supervivientes esforzados.
Después Berlanga le dio un envoltorio cotidiano, con sus largos planos secuencia, con los actores que más le gustaban, aquellos capaces de luchar a gritos, de pegarse a codazos y que reproducían dentro del plano más o menos la lucha por la supervivencia de la vida real, que iban dejando a jirones un retrato español negro y reconocible. No le gustaba ni lo blando ni lo psicológico, sino más bien la exposición sin alambiques, el trago seco.
La soledad, el desencuentro familiar, la pelea institucional, la corrupción, la sumisión, eran para él los elementos distinguidos de una falla que ardía en el baile de los días. Esa galería de monstruos cotidianos somos nosotros. Para poner en escena tanta literatura eran imprescindibles actores como Saza, José Luis López Vázquez, Pepe Isbert, Manolo Alexandre, Agustín González, no busquen ustedes caras para un póster de adolescentes. Berlanga funda una tradición, enfrentada quizá a la cosmética contemporánea. Pero no se dejen engañar, detrás de los balances contables y las rutilantes juntas de accionistas, respira el alma de una escopeta nacional. Tras las cifras macroeconómicas persiste la familiaridad de Plácido, el denodado esfuerzo por pagar la letra, nuestro retrato en carne viva.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.