Los talones de Aquiles del G-20
Como los malos estudiantes, a los gobernantes mundiales se les ha olvidado lo que habían aprendido. Presumían, con cierta justicia, de que esta crisis no había devenido en otra Gran Depresión gracias en parte a la calidad de las políticas económicas aplicadas, a la rapidez en instrumentarlas, y a haberlas coordinado en el marco de referencia de la globalización. Esas medidas fueron, en esencia, las billonarias ayudas a la banca con el objeto de que no se generase el pánico financiero, los más modestos paquetes de estímulo a la economía real siguiendo un esquema netamente keynesiano, y la sustitución del oligárquico G-8 por el G-20 como "foro principal de la cooperación económica internacional", con la incorporación de las nuevas y potentes realidades emergentes (económica y políticamente).
El sistema financiero sigue siendo uno de los eslabones más débiles
En la década de los años treinta del siglo pasado, la aversión a la intervención pública en una coyuntura caracterizada por la hegemonía del capitalismo de laissez faire y las políticas nacionales de perjuicio al vecino causaron el desastre. No podía repetirse. Por ello, desde el inicio de la Gran Recesión, el G-20 se reunió en cuatro ocasiones (Washington, Londres, Pittsburgh y Toronto) y el próximo viernes volverá a hacerlo una vez más (Seúl). No hay más que repasar los textos aprobados en cada una de esas ocasiones y lo sucedido hace un par de semanas, también en Seúl, cuando se vieron las caras los ministros de Economía de los 20 países en un ensayo general con todo, de la cumbre que tendrán sus jefes de Gobierno dentro de cuatro días, para comprobar cómo se va deshilachando el sentido común de nuestra época, aquel que surgió de comprobar la potencialidad dañina que tenía la crisis que se inició en el epicentro del sistema económico mundial (Wall Street) en el verano del año 2007.
El espíritu reformista de Washington -emulando la reunión que más de seis décadas atrás se había celebrado en el balneario de Bretton Woods- se va perdiendo conforme se olvida el "momento Lehman Brothers" y avanzamos por los vericuetos de un largo estancamiento, habitual en la parte baja de un ciclo. La sustitución de los problemas de los banqueros por los de los ciudadanos y la diferente intensidad de las respuestas y de la voluntad política para solucionarlos es lo que genera la amargura de los ciudadanos.
Y sin embargo, esta es una falsa apreciación. Las angustias financieras no han terminado: el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha declarado que el sistema financiero continúa siendo el talón de Aquiles de la coyuntura mundial, dado que tiene que devolver el equivalente a cuatro billones de dólares, una cantidad muy respetable incluso para los banqueros, en los próximos 24 meses.
El G-20 de Seúl habrá de abordar un problema nuevo, que no estaba en la agenda de los anteriores: la guerra de divisas y las devaluaciones competitivas a las que se han entregado algunos países, y que recuerda el inicio de la senda proteccionista que siguió el mundo entre los años 1919 y 1939, de difícil digestión. Además, habrá de resolver la desavenencia planteada hace tres meses en Toronto: si el problema principal es el del crecimiento económico o el de la consolidación fiscal, que enfrenta por zonas a sus socios. Aunque sea un poco esquemático expresarlo de tal modo, resolver las dificultades de desempleo y de renta disponible es lo que exigen prioritariamente los ciudadanos mientras que los mercados (cada vez más exigentes) quieren la vuelta a fecha fija a la disciplina fiscal y la ortodoxia.
Y luego queda el resto de las ansias de cambio que la escoba de los líderes barre hacia adelante una y otra vez, con escasas concreciones: la tasa a las transacciones financieras para apoyar la lucha contra la pobreza y el hambre; el impuesto a la banca para que financie con sus recursos (y no con los públicos) los nuevos rescates; una regulación global que tapone las rendijas por las que se escapan los nuevos, opacos y cada día más sofisticados productos financieros; la acción de los paraísos fiscales, etcétera. Y, last but not least, el consenso exigible con urgencia y los recursos para que la cumbre de Cancún contra el cambio climático no represente otro brutal fracaso como la de Copenhague hace ya un año.
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