"El Palau es un Ferrari, pero tiene el presupuesto de un 'seiscientos"
No es fácil seguirle el rastro a Helga Schmidt (Viena, 1941). En el Palau de les Arts no disponen todavía de su biografía completa, por más que sus colaboradores se la han reclamado infinidad de veces. La intendente y directora artística del centro lírico valenciano siempre tiene algo más importante que hacer antes de decidirse a redactarla. Tampoco les resulta fácil conocer su agenda, en extremo variable por viajes y citas acordados en el último momento.
Doña Helga, como todo el mundo la llama en Valencia, es una mujer de acción, poco dada a recrearse en su propio historial, sin duda porque el presente la reclama con insistencia. Fijar esta entrevista tampoco fue cuestión de una sola llamada. A finales de septiembre acudió al Círculo del Liceo de Barcelona, ese selecto club privado de gentlemens líricos al que todavía no pueden afiliarse las mujeres. Había sido invitada a uno de esos almuerzos que la entidad organiza con personalidades de la cultura y la política y que pocos días antes había convocado en los nobles salones modernistas a Gerard Mortier, responsable del nuevo rumbo del Teatro Real. Doña Helga llegó a la cita con un notable retraso, atribulada, pero así que abrió la boca para excusarse se metió al personal en el bolsillo. Le bastó con considerar al Liceo como "el" teatro lírico de España, por tradición y solera, y con citar a los artistas "de la casa" que actuaron en el Convent Garden cuando ella era la responsable de programación del teatro londinense, a partir de mediados de la década de los setenta: Caballé, Carreras, Aragall. Un trío de ases. Pero Doña Helga aún se guardaba en la manga un cuarto as, este italiano, para completar el póquer y ganarle la partida a la asistencia, que a esas alturas la escuchaba con agrado: su marido, el barítono Wladimiro Ganzarolli, llevó su aclamado Fígaro mozartiano al escenario de la Rambla allá por los remotos años sesenta.
"Vine a Valencia por el edificio de Calatrava: fue un 'coup de foudre"
"El cantante es un ser frágil, depende de algo tan voluble como la voz"
"A Karajan le debo mi carrera. Era muy puntilloso. Lo revisaba todo"
Ganzarolli murió el pasado enero, a los 78 años de edad. Durante la entrevista, que quedó acordada en aquella sobremesa barcelonesa y que tuvo lugar unas semanas después en Valencia, Doña Helga le recordará en varias ocasiones. Con nostalgia, como es natural tras haber compartido con él toda una vida. Pero también como acicate para la acción: tiene entre manos una iniciativa a favor de los jóvenes cantantes que piensa dedicar a la memoria de su difunto esposo. Incluso en algo tan doloroso e íntimo esta mujer consigue que el presente se imponga a la mirada retrospectiva. Por lo demás, esa iniciativa llevará emparejada una grata sorpresa para el entrevistador que en ese momento él ignora. Se desvelará tras la conversación mantenida con ella, según el orden (imprevisible) en que se produjeron los hechos.
Ahora, Doña Helga está en lo que en el Palau de les Arts llaman su camerino, el despacho para recibir visitas, sentada ante el luminoso ventanal que da a una de las láminas de agua sobre las que parece posarse el ovni diseñado por el arquitecto Calatrava. De un mazo de viejas fotografías, la intendente saca una y la muestra. "Este era mi padre", dice. El hombre está dando la mano nada menos que al director y compositor Wilhelm Fürtwangler. "A mí no se me ve, pero estaba justo detrás de él. Eso era en Salzburgo. Yo era una niña. Ahí empezó todo".
¿De cuándo es esa fotografía?
No sabría decirle, pero recuerdo perfectamente que Fürtwangler dirigía en el festival Laflauta mágica [debió de ser la de 1949, con Wilma Lipp como Reina de la Noche e Irmgard Seefried en el papel de Pamina: Helga Schmidt tenía por entonces ocho años]. Yo me colaba en los ensayos en la Felsenreitschule y recuerdo como si fuera ahora la impresión que me causó descubrir ese mundo. Es curioso cómo con la edad se recuerdan con toda precisión los acontecimientos de la niñez, mientras que los más recientes se olvidan rápido. En Salzburgo pasábamos los dos meses de verano, julio y agosto, en pleno festival. Alquilábamos una casa en la montaña del Mönschberg cuyo jardín limitaba con la casa que ocupaba Oskar Kokoschka [1886-1980; pintor y autor de muchas escenografías operísticas]. Mi padre era el director asistente de Fürtwangler, había empezado su carrera con Clemens Krauss en Múnich y también colaboró con Karl Böhm, Dmitri Mitropoulos y Karajan, entre otros muchos.
Fürtwangler murió en 1954, usted era muy jovencita.
Sí, pero tengo de él un recuerdo muy vivo porque también le veía en Viena, donde yo vivía. Cuando se encontraba en la ciudad siempre pasaba a saludar a mis padres. Además, antes de dirigir, solía dar largos paseos por los jardines del Hofburg, donde yo iba a jugar, pues pillaba muy cerca de casa. Era un hombre en extremo goloso, le encantaba la nata. Solía invitarme a un helado en Demel. ¡El suyo siempre lo pedía recubierto de nata hasta arriba!
¿No ha pensado nunca en escribir sus memorias?
Me lo pidió una vez una editorial italiana, pero no me decidí. Siempre he tenido algo más urgente que hacer antes, la verdad.
¿Cuál fue su formación?
Estudié música desde pequeña, en ese ambiente era normal, por no decir obligado. Me apasionaban la danza y la guitarra, pero mi madre me puso a estudiar piano. Acabado el bachillerato, pasé dos años en la Sorbona, estudiando historia del arte. Recuerdo de esa época el estreno de Mon truc en plumes [1961], una coreografía de Roland Petit que me fascinó. Por supuesto, también me cautivaron Juliette Greco y Georges Brassens. Luego regresé a Viena para acabar mis estudios de piano y al cabo empecé a trabajar en la oficina artística del Theater an der Wien [el histórico teatro fundado por Emanuel Schikaneder, libretista de Laflauta mágica]. Montamos allí la Lulú dirigida por Böhm [1962, fueron las primeras representaciones de la ópera de Berg en la posguerra], que lanzó la carrera de la soprano norteamericana Evelyn Lear. Siempre con Böhm, hicimos también la Daphne de Richard Strauss, protagonizada por Fritz Wunderlich.
Y de allí pasó a la Staatsöper, en la que ya reinaba el todopoderoso Karajan.
Así fue, tenía apenas 23 años, mi padre se puso contentísimo. Pasé los siguientes 10 años allí.
¿Qué aprendió de Der Gott [El Dios]?
Le debo la carrera. Fue él quien me aconsejó que tomara el camino de la dirección artística, empezando desde abajo, conociendo todos los rincones del teatro. Era un hombre de una altísima exigencia, profundo, renovador. Para él, la prioridad absoluta de la ópera estaba en la música, la escena debía limitarse a acompañarla. Tan claro lo tenía, que decidió montar el ciclo completo de Elanillo del Nibelungo según su propia concepción escénica [1957, con decorados de Emil Preetorius]. Yo aprendí mucho de aquella teatralogía, que se repuso en los años siguientes. Karajan era muy puntilloso, lo revisaba absolutamente todo. Era especialmente obsesivo con la iluminación.
Tras esos 10 años en Viena, a mediados de los setenta, se fue a dirigir el Covent Garden de Londres. Fue la primera mujer en ocupar un puesto que parecía reservado al género masculino. Y la verdad es que todavía hay pocas mujeres en las direcciones artísticas de los teatros líricos.
Le voy a decir la verdad, nunca tuve problemas por ser mujer, y eso que cuando fui a Londres era muy joven, apenas 33 años. Ahora, con el nombramiento de las hermanas Eva y Katharina Wagner en Bayreuth, parece que poner en la dirección artística a mujeres va normalizándose, pero yo nunca sentí que abanderara ninguna cruzada. Mi carrera progresó de forma natural.
¿Cómo sucedió su nombramiento para la Royal Opera House?
Fue una historia sorprendente. Tras la marcha de Karajan de Viena [1964], acudió varias veces como invitado Leonard Bernstein, que dirigió en la capital austriaca Tosca, Rosenkavalier y Fidelio. Por esa época había asumido la dirección general del Metropolitan de Nueva York su abogado y asesor financiero, Schuyler Chapin. Un buen día, Chapin me llamó para ofrecerme la dirección del teatro neoyorquino. Yo no me veía viviendo en Estados Unidos, así que le dije que no, pero él insistió y me mandó un contrato por cinco años, que incluía una cláusula para quedar libre en caso de que no me adaptara. Acabé firmando. Pues bien, el día en que lo hacía me llamó el director general del Covent Garden para vernos en Londres. "Tengo entendido que vas a cruzar el Atlántico", me dijo. Jamás he sabido cómo lo supo, pues mi contrato era absolutamente secreto. Yo negué, por supuesto. Pero él me sorprendió: "Sé que te han ofrecido la dirección del Metropolitan. Pues bien, yo te ofrezco la del Covent Garden. Y en el despacho de al lado está Colin Davis para confirmarlo". Yo adoro Londres, es la única metrópolis donde realmente siento que puedo vivir. Además, conocía al director Colin Davis por las grabaciones que había hecho con mi marido. ¡Acababa de firmar un contrato con el Metropolitan y me ofrecían Londres! Llamé a Chapin y le dije que renunciaba. "Me das una desilusión mayor que si Birgit Nilsson hubiera cancelado para hacer la Brunilda", recuerdo que me dijo. Lo sentí, pero Londres es mi mundo, yo me siento europea hasta las cejas.
Pero usted, ¿dónde tiene su casa?
La que siento como mi verdadera casa está en Italia, en la zona del Piamonte, en las Langas, más concretamente, cerca de Santo Stefano Belbo, donde nació Cesare Pavese. Hace 35 años, mi marido y yo restauramos una vieja casa de campo con mucha tierra. Ese es mi verdadero hogar.
Su marido influyó mucho en su carrera, ¿no?
Mucho. Como ya le he dicho, yo aprendí este oficio de mi padre y de los grandes directores con los que he tenido la oportunidad de colaborar. Pero eso me formó desde el punto de vista orquestal. Lo que sé de voces lo aprendí todo de él. Cuando estaba en Viena, yo mantenía contactos con los artistas italianos que actuaban en la ópera, como Giulietta Simionato, Mirella Freni, Giuseppe di Stefano o mi marido. Espere... [busca en el mazo de fotos]. Mire, esta foto es la primera vez que salimos [se la ve a ella, junto al barítono, en la terraza de un café]. Esa foto tiene 45 años. Él era ya un artista de éxito en La Scala, donde había cantado Fígaro, Leporello, Alí Babá [Cherubini], Cardillac [Hindemith]. Fue el cantante más joven que incorporó el papel de Falstaff en La Scala, a los 29 años. De él aprendí todo lo que necesita un artista lírico para abrirse camino.
¿Qué necesita?
Por supuesto, una buena voz, haber estudiado a fondo el papel, poseer una cultura musical lo más amplia posible. Pero todo eso no es suficiente. Hay que saber utilizar esa voz interpretativamente, esto es, al servicio de un personaje, que es el hilo conductor. Eso es lo más difícil. Por supuesto, las grandes figuras de la lírica lo hacen de manera instintiva. Maria Callas era extraordinaria, magnética, con un intuición dramática legendaria, pero demasiado a menudo se olvida el estudio obsesivo, minuciosísimo, que había detrás de todos los personajes que incorporaba a su repertorio. Eso ahora se está perdiendo, todo va demasiado rápido, parece como si no quedara tiempo para profundizar. Me parece mal y me preocupa mucho. Precisamente por esto, en los cursos de perfeccionamiento que organizamos en Valencia, quiero ahora inaugurar uno, que me gustaría dedicar a la memoria de mi marido, centrado en la interpretación. La profesión del artista lírico es muy difícil, el cantante es un ser extraordinariamente frágil.
Recordando tantas personalidades fuertes como ha dado el género, no se diría.
Tal vez de puertas afuera no, pero conocido en la proximidad le aseguro que el cantante es un ser frágil, depende de algo tan voluble como la voz. Lo primero que un cantante prueba al levantarse es si su voz todavía está ahí o bien se la ha llevado un resfriado. Un director de orquesta puede dirigir si está resfriado, incluso un bailarín puede bailar, o un actor recitar su parte, con mayor o menor dificultad. Pero un cantante, no. Un poeta, un escritor, un pintor, un escultor, un arquitecto, un actor de cine trabajan en el estudio, llegan al público con su obra una vez que ya han hecho todo el trabajo. El cantante, en cambio, hace ese trabajo con el público, lo tiene siempre encima.
Es lo que tiene el teatro.
Ya, pero en este caso te lo juegas todo con la voz, no puedes esconderte.
Con una trayectoria como la suya, ¿qué fue lo que le decidió a aceptar la invitación para dirigir el Palau de les Arts de Valencia? La tradición lírica de esta ciudad no es comparable a la de sus anteriores destinos.
Le voy a a ser sincera, lo que me convenció fue la maqueta del edificio de Santiago Caltrava, con sus espléndidas cuatro salas. Yo, por esa época, planeaba ya retirarme, pero cuando vi esa maqueta fue un coup de foudre, pensé que aquí podría hacer lo que nunca había hecho hasta entonces: integrar todas las formas del arte en un único proyecto: la ópera, la música sinfónica, la de cámara, el ballet, la danza contemporánea, el cine, las exposiciones, etcétera. El edificio de Calatrava es por sí mismo una escultura, una forma de arte. Las condiciones que puse fueron dos: poder crear una orquesta exnovo de alto nivel y disponer del presupuesto suficiente para un proyecto de calidad. Me garantizaron las dos cosas.
¿Se arrepiente ahora?
No, aunque no contaba con las dificultades con las que me encontraría. En 2006 tuvimos la gravísima avería de la maquinaria escénica que puso en entredicho la temporada. Todo el mundo la dio por terminada en ese momento, salvo yo. Me costó convencer al director de escena Jonathan Miller para que modificara el proyecto de su Don Giovanni y lo adaptara a la nueva situación, cubriendo parte del foso y dejando libre el espacio central donde se hallaba la máquina estropeada. Él no lo veía nada claro, aunque luego declaró que era el mejor Don Giovanni que había hecho nunca. Pero ese no fue el único susto que hemos tenido en el Palau de les Arts. Al año siguiente, como sabe, tuvimos las inundaciones que llegaron hasta la sala Martín y Soler. Y ahora... ¡Ahora son los recortes presupuestarios!
¿Los sitúa al mismo nivel que aquellas desgracias?
Yo lo vivo como una tragedia. Hemos conseguido montar una orquesta y unas temporadas que han merecido el reconocimiento internacional. Ahora necesitaríamos presupuesto para una campaña de publicidad que trajera a Valencia público de todos los continentes, y no se va a poder hacer, ha habido que limitar la temporada lírica a cinco títulos. Para el año que viene dispongo de 17,5 millones de euros. Mantener abierto el Palau de les Arts con la gente que trabaja en la Administración y en la orquesta cuesta alrededor de 15 por temporada.
Tendrá que trabajar en números rojos.
No lo he hecho nunca y no pienso hacerlo ahora. Si no cuento con dinero para una determinada actividad, simplemente no la hago. Ahora estamos reduciendo gastos de donde podemos, por ejemplo en seguridad, pero por debajo de un mínimo no podemos ir. El Ministerio de Cultura subvenciona el Teatro Real con 19 millones al año, y al Liceo, con 12. A nosotros solo nos tocan cinco. Por dos veces, el presupuesto de este teatro se ha visto recortado en seis millones de euros. ¿Sabe cuánto cuesta solo el mantenimiento del edificio? 4,5 millones. Casi se come entera la aportación del ministerio. El Palau de les Arts es un Ferrari, pero disponemos de un presupuesto para mantenerlo digno de un seiscientos. [Inciso: Helga Schmidt es una tifosa de la fórmula 1, ferrarista, por supuesto. En un momento de la entrevista dirá: "Alonso es el piloto que necesitaba Ferrari, y Ferrari, el coche que necesitaba Alonso"].
No obstante, acaba de renovar su contrato con el Palau de les Arts hasta 2013, aunque han circulado rumores de que tiene una oferta del Maggio florentino, que dirige Zubin Mehta.
Es una renovación de contrato automática, no hay que darle vueltas. Yo siempre he dicho que mientras pueda mantener la calidad me quedaré en Valencia, porque me siento un poco la mamma del Palau de les Arts y de su orquesta. Esta es ahora mi familia, yo prácticamente vivo en el teatro, solo voy al hotel a dormir. Y este clima familiar es lo que aprecian muchos artistas que pasan por Valencia. Plácido Domingo me lo recuerda siempre.
Además, acaba de fichar a un nuevo director de orquesta, Omer Wellber, que asumirá el mando en la temporada 2011-2012, pero que ya en esta dirige algunas funciones de la 'Aida' inaugural y después se responsabilizará de 'Eugene Oneguin'.
Es un director joven [Beer Sheva, Israel, 1981], pero con una sólida experiencia en la Ópera de Israel. Fue asistente de Daniel Baremboim. Dirigió la orquesta de La Scala en Aida durante la gira que realizó por Israel, y los músicos, con los que he tenido la oportunidad de hablar, están encantados con él, ya sabe que la de La Scala no es precisamente una orquesta fácil. Esta temporada, Wellber dirigirá en Milán Tosca, y al siguiente, Aida. Loorin Maazel, el titular actual quiere dedicarse más a la composición y a su festival, tomárselo con más calma.
¿Usted no está cansada?
Un poco, la verdad. Pero mientras sienta que puedo hacer cosas voy a continuar.
En ese momento, Doña Helga propone al entrevistador almorzar con ella... y con alguien más. Se trata de Ruggero Raimondi, el bajo barítono que protagonizó el Don Giovanni filmado por Joseph Losey, ciertamente un modelo de interpretación. Es a él a quien ha propuesto dirigir el curso para jóvenes cantantes que piensa dedicar a la memoria de su difunto marido. Aún siente que puede hacer cosas en Valencia esta mujer decidida. La mamma del Palau de les Arts.
Una vida entre bambalinas
Doña Helga,
como la llama todo el mundo en el Palau de les Arts de Valencia, lleva toda la vida dedicada a la trastienda de la música. Schmidt, hija de un director de orquesta, enviudó el pasado enero de su esposo, el barítono italiano Wladimiro Ganzarolli. Ahora piensa organizar un proyecto de apoyo a los jóvenes cantantes en su memoria.
Nacida en Viena en 1941, estuvo 10 años bajo la batuta intelectual de Herbert von Karajan, antes de ser directora del Covent Garden de Londres.
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