Escritor y caballero
Que Eduardo Mendoza gane el Premio Planeta es una gran noticia para el Premio Planeta. Lo es porque se trata de un escritor de excepción en las letras españolas que desde su primera novela ha dejado constancia de su talento, de su ingenio, de su capacidad de fabulación y de una elegancia que, en su conjunto, lo definen como un verdadero gentleman de la narración. Desde el principio ha conquistado a un lector fiel y entusiasta. Primero fue con una novela que despejó el panorama mayoritariamente taciturno de la novela española, La verdad sobre el caso Savolta, que con una frescura sorprendente abrió paso a una intriga de corte policial -lo que se consideraba ajeno a la seriedad literaria en aquel momento- construida con absoluta modernidad sobre un asunto histórico de primera importancia: el turbio mundo que se escondía tras el choque entre patronal y movimiento obrero en la Barcelona de 1917-1919.
Tras ese impacto, se dedicó a divertirse y divertir al público con las historias de un disparatado majareta adicto a la Pepsi-Cola. Todo el mundo pensó que se conformaba con ser un fino humorista y entonces se descolgó con la novela más injustamente no premiada de la literatura española de posguerra: La ciudad de los prodigios, una formidable creación coral de la ascensión de un emergente, el inolvidable Onofre Bouvila, en la Barcelona del cambio de siglo entre las dos Exposiciones Universales. Ahí ya no hubo lector de calidad que no se rindiese a sus méritos. Todo lo que ha venido después no ha hecho sino confirmar a un maestro en el arte de escribir y de divertir. Eduardo Mendoza maneja estilos y géneros con envidiable rigor y exigencia, siempre, ya se trate de libros tan ambiciosos como El año del diluvio o La isla inaudita; de gamberradas -así las denomina él- como Sin noticias de Gurb o ese viaje asombroso de Pomponio Flato debajo de cuya loca apariencia se alza una espléndida sátira; de lúcidas recreaciones de la sociedad de posguerra (Una comedia ligera) o de esas Tres vidas de santos donde el juego entre seriedad e ironía alcanza un equilibrio impecable. Es un autor que, con su bonhomía y su rigor, ha conseguido una envidiable y reconocible singularidad, que es a lo que debe de aspirar todo escritor que se precie de tal. Que sea enhorabuena.
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