¿Cuántas naciones en la Nación de naciones?
No siempre he coincidido con Felipe González, pero siempre hemos mantenido una lealtad personal y política a prueba de bomba. En la última conferencia que di en Madrid antes de abandonar la presidencia de la Junta de Extremadura, Felipe tuvo unas palabras llenas de sentido y afecto hacia quien había colaborado con él, desde mis responsabilidades institucionales y partidarias, en las que afirmó, a propósito de una infundada limpieza de la vieja guardia, que la única persona que habría tenido razones para excluirme de los núcleos de dirección del PSOE, habría sido él cuando, como secretario general, aguantaba mis discrepancias con la línea política que él representaba.
No lo hizo, porque Felipe siempre fue capaz de convivir con la disidencia y la crítica a su tarea en el PSOE y en la dirección del Gobierno de España. También, añado, porque sabía, y sabe, que mis posiciones respondían y responden a una forma de entender el socialismo desde un territorio que históricamente había sufrido la marginación como ninguno, y porque mi lealtad a su figura, a lo que representaba y a lo que significaba para España y para el socialismo, era y es indeclinable.
El problema territorial se agrava cuando socialistas pretenden ocupar el papel de nacionalistas
Los nacionalistas se han escorado a posiciones más radicales
Siempre pensé que Felipe fue un revolucionario, porque revolución fue dar pensiones a tanta gente que no las tenía, después de años trabajando en condiciones lamentables sin que nadie hubiera cotizado por ese trabajo a la Seguridad Social. Revolución fue impedir que los niños, sobre todo los de las zonas rurales, abandonaran la escuela a los 11 años de edad para meterse en el campo o marchar a la emigración. Revolucionario fue acabar con la beneficencia en la sanidad y apostar por un sistema sanitario universal, gratuito y de calidad para todos los españoles fuera cual fuera su nivel de renta o su ubicación territorial. Solo los habitantes de los núcleos rurales saben lo que ha significado abandonar la cola de la casa del médico para estar integrado en áreas sanitarias y atendidos en centros de salud. Y revolucionario fue desarrollar, definitivamente, la España diversa y descentralizada como jamás nadie había imaginado desde que la identidad territorial hizo acto de presencia en la escena política nacional.
Sé y conozco el pensamiento político de Felipe González en esa última materia y por eso me ha sorprendido sobremanera leer en un artículo publicado en estas páginas, en el mes de julio, firmado por él y por la ministra Chacón, que España es una Nación de naciones. Confieso que mi sorpresa fue equiparable a la que podría haber experimentado un cristiano al que, después de creer toda la vida en la existencia de un dios único y verdadero, el Papa de Roma le anunciara que todo era mentira y que ese dios no existe. No era esa idea de España la que yo había elaborado desde mi experiencia, mis lecturas y mis conversaciones con otros españoles, y fundamentalmente con Felipe.
No sé las razones ni los motivos que llevaron a Felipe a escribir eso. Tiene derecho a decir lo que piensa y, sobre todo, a cambiar de opinión si ese fuera el caso. Y se puede estar o no de acuerdo con ese pensamiento, a condición de que se explicite y se debata en el seno del PSOE, porque no estamos hablando de un asunto baladí. En mi opinión, España, después del recorrido de 32 años, no es lo que era ni loque dice la Constitución que es. No sé si será algo mejor o peor, pero es algo indefinible en estos momentos. A las definiciones de España que tengo anotadas, se añade ahora lo de Nación de naciones que, como mínimo exige discutirse, razonarse y explicitar.
¿Cuántas naciones dentro de la Nación española? Los nacionalistas gallegos ya han tomado buena nota de la nación política catalana y se prestan a levantar la bandera de la nación gallega. Imagino que no pasarán dos meses sin que los nacionalistas vascos reclamen el mismo concepto para lo que ya es un país. Y a partir de ahí, y vista la experiencia, casi todos querrán emular la definición, como ocurrió con lo de región y nacionalidad.
Yo no temo a ese nuevo definitorio nacional y territorial, a condición de que se explicite en qué consiste el todo y cuál es el papel de las partes. En definitiva, que se tenga el coraje suficiente de definir el modelo que cada cual defienda y que se diga si el resultado final es federalismo, federalismo asimétrico, confederalismo o cualquier otro modelo que se desee. Pero, ¡que se explicite clara y rotundamente!, y así tendremos los demás la oportunidad de acatarlo o combatirlo.
Lo que no resulta pertinente es que se vayan dando pasos en no se sabe qué dirección y en función de la coyuntura porque, además de desconcertar, seguimos perdiendo energías en un debate interminable que acaba por aburrir, si no fuera porque estamos jugando con algo tan serio como intentar saber qué demonios somos en este santo país.
Sigo defendiendo que cada cual se sienta español como le dé la gana, o si quiere, que no se sienta español de ninguna manera. Ese no es mi problema.
Mi preocupación radica en saber si cada uno está dispuesto a mantenerse en las premisas que hacen reconocible la opción política en la que milita o con la que se identifica electoralmente. Mientras el PSOE ha mantenido sus señas de identidad en el modelo territorial, es decir, en la identificación del modelo que marca la Constitución, los nacionalistas han podido ocupar su espacio sin necesidad de tener que buscar nuevas posiciones, porque las suyas no las ocupaba nadie.
El problema territorial español se ha agravado cuando, en determinadas zonas, los socialistas han pretendido ocupar el papel de los nacionalistas, cosa que se aprecia nítidamente en la Cataluña pospujolista.
Tanto Maragall como Montilla han pretendido ocupar el espacio que corresponde a Convergència i Unió y a Esquerra Republicana de Cataluña. El resultado ha sido el previsible: cuando a alguien se le ocupa su espacio, ese alguien no tiene más remedio que buscarse otro. Y los nacionalistas que, en la Transición, aceptaron el sistema autonómico y el juego de nacionalidades y regiones, ahora se han escorado a posiciones más radicales, porque su espacio se confunde con el de los socialistas, que ya no se definen por socialistas, sino por catalanistas. Los nacionalistas han roto el pacto de la Transición y, ahora, apuestan por la nación, la capacidad de decidir y la autodeterminación.
Si el resultado de esa operación de ocupación del espacio nacionalista tuviera un resultado electoral brillante para el PSC, yo seguiría estando en contra de esa estrategia que difumina al socialismo. Pero, encima, no parece que ese travestismo político vaya a ofrecer una ventaja electoral, ya que el electorado nacionalista, puesto a elegir entre el original y la fotocopia, no tiene dudas, se queda con el original, mientras que el electorado socialista se desconcierta y se abstiene.
Así que se pierde identidad y se pierden votos, no solo allí donde se confunde el socialismo con el nacionalismo, sino, también, en el resto de España, donde parte del electorado se decanta hacia una opción de derechas en la creencia de que el PP mantendrá mejor la unidad de España. No estaría mal repasar la Declaración de Mérida y Los acuerdos de Santillana para saber por dónde deberíamos circular los socialistas en este diabólico conflicto territorial, que sería más llevadero si cada cual se dedicara a lo suyo.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura durante 24 años.
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