Blancos difuminados
Salvo el 14-d, el balance de las huelgas generales opera con datos difícilmente agregables e interpretaciones sesgadas. También ocurre que la comparación entre las expectativas y los resultados del 29-S ofrece sólo una visión impresionista: hay razones para suponer que UGT y Comisiones (CC OO) estén moderadamente satisfechas con la respuesta a su llamamiento y que el Ejecutivo haya respirado tranquilo.
La huelga general ha perdido su fuerza como mito social durante el siglo y medio en que ha ido cambiando de significado. Si para los anarquistas sería el trompetazo que derribaría las murallas de Jericó del capitalismo, la Segunda y la Tercera Internacional utilizarían con escaso éxito ese arma aún ilegal para evitar guerras, derribar dictaduras, rechazar golpes de Estado y derrocar gobiernos. Pero las huelgas generales se hallan reguladas en los sistemas constitucionales y aspiran a conseguir reivindicaciones parciales frente a los Parlamentos, los gobiernos y las patronales. Las inercias retóricas, sin embargo, son casi inevitables: los líderes de UGT y CC OO se dirigieron a los manifestantes madrileños del 29-S con una inconvincente sobreactuación mitinera como figurantes del Novecento de Bernardo Bertolucci.
La huelga del 29-S termina en tablas y no modifica las relaciones de fuerza en la política española
Comparado con las huelgas generales convocadas bajo los Gobiernos de Felipe González y Aznar, el llamamiento del 29-S ha difuminado los objetivos y los blancos. El diputado y ex coordinador de Izquierda Unida Gaspar Llamazares incluso citó la dictadura de los mercados como adversario de los trabajadores españoles. Pero las reivindicaciones del 29-S apuntaron principalmente contra el núcleo de las propuestas del Gobierno y del trabajo de las Cortes durante la segunda mitad de la actual legislatura: los cortes de gasto público para reducir el déficit, la reforma del mercado laboral para facilitar la creación de empleo y la modificación del cómputo de las pensiones y de la edad de jubilación.
Los gobernantes socialistas instalados en el poder desde 2004, fieles al Nuevo Testamento predicado por Zapatero, se juramentaron para no imitar el mal ejemplo dado entre 1982 y 1996 por el Viejo Testamento de Felipe González, acusado de ignorar las exigencias y los vetos sindicales, de provocar en 1985 y 1988 sendas huelgas generales y de romper la simbiosis del PSOE y de la UGT desde su fundación por sus pésimas relaciones con Nicolás Redondo. El presidente Zapatero justificaba su renuencia a tomar decisiones en caso de discrepancia con UGT y CC OO argumentando que los votantes socialistas y los afiliados sindicales son de la misma familia política. Aunque con excesivo retraso, sin embargo, la diferente lógica que mueve a los gobiernos y a las centrales ha terminado por imponerse. Abstracción hecha de la razón que pueda asistirles respecto al mercado laboral o a la brusquedad del viraje de Zapatero, ambos sindicatos desaprovecharon su luna de miel con el Gobierno para tomar la iniciativa de las indispensables reformas.
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