Los silencios del extranjero
Llegaron a España hace doce años, cuando las vacas reventaban de puro obesas, y desde el primer momento intuyeron que iban a quedarse. Los dos eran entonces muy jóvenes, emprendedores, capaces, valientes, y no dudaron en abandonar su país. Tan verde. Tan hermoso. Tan atrasado.
No es que no echaran de menos Rumania, y aún más Transilvania, la región donde habían nacido, un paisaje dulce de lomas suaves, alfombradas de hierba y coronadas por basílicas ortodoxas de doradas cúpulas, los Cárpatos al fondo, una fotografía digna de un cartel turístico en cada recodo de cada carretera. Durante todo este tiempo han seguido echando de menos muchas cosas, la música que nunca cesa en fiestas interminables, los castillos de cuento de hadas y la comida, rica y especiada, mestiza, los embutidos ahumados que heredaron de los austriacos, el pimentón y la nata agria que aportaron los húngaros, los guisos contundentes, sabrosos, que les enseñaron a cocinar los turcos. Pero en Rumania echaban en falta algo mucho más importante: el futuro.
"Se decía que aquí no van a caber, que no va a haber trabajo para todos"
Allí trabajaban los dos, y los dos tenían un buen trabajo, pero con sus sueldos unidos apenas les alcanzaba para pagar la comida, los gastos de la casa, y unos zapatos, solo un par de zapatos, o un solo jersey, o una camisa al mes, para alguno de los cuatro miembros de la familia. Sus hijos eran muy pequeños, y merecían un porvenir distinto, mejor del que podía ofrecerles aquel país difícil, que había liquidado las políticas de protección social, como vestigio de un pasado indeseable, para abandonarse a un liberalismo económico sin reglas y sin freno, manteniendo intacta, eso sí, la corrupción generalizada de los viejos tiempos.
Por eso, sacudiéndose el polvo de los zapatos, cruzaron Europa de Sur a Sur y empezaron una vida nueva en una pequeña ciudad de los alrededores de Madrid. Y les fue bien, tanto que sus hijos, ciudadanos españoles ya, igual que sus padres, no quieren volver a Transilvania ni siquiera en vacaciones. A ellos cada vez se les hace más cuesta arriba, porque su vida está en España, en el país donde eligieron vivir, en el país donde quieren envejecer y ver nacer, crecer a sus nietos. Tan convencidos están de eso, que cuando las vacas empezaron a adelgazar, él reaccionó contra los peligros de la inmigración con más agresividad, más violencia, que sus compañeros de trabajo, por más que estos últimos se apellidaran García, y López, y Fernández, y él conservara un extraño apellido.
-¿Y para qué vienen? -solía exclamar ante el televisor, en el bar donde desayunan todos los días, cuando los telediarios hablaban de expulsiones, de leyes de extranjería, del gasto que la atención a los inmigrantes representaba para los presupuestos de la sanidad, de la educación pública-. Que se queden en su país, que aquí no hacen falta para nada, y si no, que no se quejen
-Lo tuyo sí que es increíble, macho -se burlaban de él sus compañeros-. Si tú eres extranjero, ¿qué tienes que decir?
Pero entonces la crisis económica era apenas una nubecita que se estaba formando en una esquina del cielo azul, y todavía se podían decir barbaridades, hablar sin pensar en lo que se decía, escandalizar a los amigos entre bromas y risotadas. Él soltaba lo primero que se le pasaba por la cabeza y no se sentía culpable, porque además, se decía, es verdad, si aquí no van a caber, si no va a haber trabajo para todos, si están matando la gallina de los huevos de oro
Desde hace algún tiempo mira los telediarios en silencio, porque ya ha pasado el tiempo de los chistes. Las imágenes de sus compatriotas expulsados de Francia por ser gitanos le han hecho más daño del que jamás se habría atrevido a calcular. Él no se parece a ellos, pero se da cuenta de que una sombra oscura, que aún no tiene forma ni límites, pero atruena en los oídos de Europa como una tormenta terrible, se cierne lentamente sobre su cabeza.
Yo ya no soy rumano, se dice. Y no soy gitano, añade. Y no estoy parado, concluye, pero ese silogismo, con ser correcto, no basta para tranquilizarle. La arbitrariedad no necesita reglas. La semilla del pánico florece sola, como una mala yerba indestructible, sin requerir más cuidados que dejarla caer en una tierra abonada. El racismo es como la energía, ni se crea ni se destruye, solo se transforma, y siempre, desde siempre, ha estado ahí, latente bajo la corteza de la prosperidad, pero atento a la menor coyuntura favorable para brotar con una violencia renacida.
-Yo, desde luego, voy a volver, porque en Rumania no hay trabajo -declara en la televisión uno de los expulsados-. En Francia tampoco hay, pero puedo vivir de la comida que rebusco en los contenedores de basura
Él escucha en silencio, y calla, y le gustaría poder retroceder en el tiempo, para callar aún más, para sellarse los labios en aquellas mañanas en las que comentaba las noticias, mitad en broma, mitad en serio, con una ligereza que ahora le atormenta.
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