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Columna
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Silencio, se negocia

Lluís Bassets

Obama ha colocado de nuevo el tren sobre las vías. Quería negociaciones directas entre Mahmud Abbas y Benjamin Netanyahu y ya tiene negociaciones directas. El martes se encontraron por segunda vez en el balneario egipcio de Sharm el Sheik y ayer lo hicieron de nuevo, esta vez en la residencia del primer ministro israelí en Jerusalén. Los mensajes que emite la administración norteamericana no son eufóricos: sería una imprudencia, vistos los antecedentes; pero sí suavemente optimistas. Se están cumpliendo los propósitos y las previsiones. Las conversaciones funcionan. Los objetivos se mantienen: hay que llegar al acuerdo final en un año. Los dos líderes y responsables de ambas partes dan toda la apariencia de que se hallan personalmente comprometidos. Hillary Clinton se ha manifestado incluso "animada por las palabras y el lenguaje corporal, así como la implicación de los dos líderes".

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Los preparativos tienen la edad de la misma presidencia de Obama, que se comprometió a abordar el conflicto desde el primer día de su presidencia y nombró a uno de los mejores mediadores internacionales, el ex senador George Mitchell, bregado en el éxito de las negociaciones irlandesas, como enviado especial a Oriente Próximo. Mitchell se sacó de la manga las negociaciones indirectas entre un presidente fuera de mandato electoral como Abbas y debilitado por la rebelión de Hamas en la franja de Gaza y el gobierno probablemente más extremistas de la historia de Israel, en el que acampan colonos, personajes xenófobos y ultras religiosos, dirigido por Netanyahu. El contraste entre los propósitos presidenciales y la ínfima realidad sobre el territorio no podía ser mayor. Cuando Obama llegaba con su proyecto de paz bajo el brazo, no lo olvidemos, las bombas machacaban la franja de Gaza.

En este tiempo, el presidente ha obligado a Netanyahu a aceptar la creación del Estado palestino, al menos verbalmente, y a dictar una moratoria en la ampliación de las actuales colonias israelíes en Cisjordania, al menos parcial, pues no abarca al territorio de Jerusalén; y a Mahmud Abbas a sentarse a negociar aunque las condiciones para hacerlo no se cumplan en su totalidad. Por eso es obligado el mayor de los escepticismos. Que no se puede negociar sobre algo que una parte está ya tomándole a la otra es algo tan obvio que no merecería mayor argumentación. Es lo que sucede con la construcción en los asentamientos. Su congelación total y definitiva es una premisa imprescindible para cualquier negociación seria. Lo pide Estados Unidos y lo ha venido pidiendo la Unión Europea, desgraciadamente ausente. No importa: el Gobierno israelí sigue saliéndose con la suya. Abbas ya se ha sentado a negociar y ahora se trata de que siga sentado más allá del 26 de noviembre, día en que termina la moratoria, sin que la congelación se prorrogue.

Estas negociaciones son todavía una caja negra. Podemos ver lo que hay fuera, los inputs y outputs que entran y salen, pero nada sabemos de lo que ocurre dentro. Lo exige incluso el guión norteamericano, debidamente subrayado por Mitchell en Sharm el Sheij: "Las partes acordaron que para que la negociación tenga éxito deben desarrollarse en la máxima confidencialidad y con la máxima sensibilidad". Puede ser, incluso, que no esté ocurriendo nada y que todo esté encallado como siempre, con una parte, Abbas, resistiendo la presión para ceder a cambio de nada y la otra intentando prolongar el statu quo sin ceder en nada. Basta ver lo que sucede en el exterior. Cada vez que las partes se sientan a hablar, alguien fuera se dedica a actuar, armas en mano.

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Muchos trabajan a favor de la paz, dentro de la caja negra. Pero hay mucha más fuera trabajando en dirección contraria. Directamente en favor de la guerra. E indirectamente poniendo todos los palos posibles a la rueda de la negociación. Para cuando termine la moratoria, dentro de nueve días, las grúas ya están preparadas; también los planos de las construcciones; incluso los permisos. Sólo falta que el gobierno dé la señal para que empiece de nuevo la expansión israelí en territorio palestino que tiene como objetivo liquidar la viabilidad del Estado proyectado. No es el único hito en el calendario. Netanyahu compra tiempo con la vista puesta en las próximas elecciones de mitad de mandato en Estados Unidos, de las que va a salir con toda seguridad un nuevo Obama. El premier israelí confía y espera que sea todavía más flexible y amoldable a sus intereses.

Netanyahu y Abbas, mientras tanto, obligados a salvarse la cara mutuamente ante sus opiniones públicas, que es lo que hacen los negociadores de buena fe, se vigilan uno a otro de reojo. Cualquier otra cosa deberá entenderse como un boicot. El primero que se levante cargará con la culpa. Como en un rodaje, aquí se puede decir: "silencio, se negocia". Pero nadie sabe todavía si la película tendrá un final, que debe ser feliz, o quedará de nuevo interrumpida, quién sabe si para siempre.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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