El último gazpacho
Escoge los tomates con cuidado, maduros, pero no blandos, rojos, pero con una corona amarillenta de sol alrededor del rabo, tibios al tacto y de esa piel fina, casi traslúcida, que revela un tejido de ramificaciones delicadísimas, como una misteriosa extensión de nervios imposibles conectando la pulpa anaranjada. Son, naturalmente, tomates de bola, también llamados canarios y, más naturalmente todavía, tomates de Conil. Cada maestrillo tiene su librillo y, pese a su incontrovertible prestigio, a esta cocinera no le gustan los tomates pera, porque tienen el pellejo más grueso, la pulpa más apretada, el color más oscuro Y porque no le gustan.
Estos son sus favoritos, y por eso, después de medirlos con los ojos y con las yemas de los dedos, diestras en determinar con precisión la consistencia óptima, los va oliendo, uno por uno, antes de echarlos en la bolsa. Porque esos tomates huelen, huelen a tomate, huelen a huerta, y a algo más. El misterioso aroma soleado que los envuelve resulta difícil de describir, como es difícil explicar el enigma de su temperatura, ese terco núcleo de calor que resiste al aire acondicionado de los supermercados y, sobre todo, dificilísimo definir su sabor, tan especial que, aunque su cualidad más preciosa es que sólo saben a tomate, dejan un inefable gusto a fruta en el paladar, una condición esencial, primigenia, que es capaz de contagiarse a su aroma.
"Se está preguntando cómo ha podido escaparse el verano, si llegó aquí hace nada..."
En Madrid, los tomates no sólo no saben a fruta. Lo peor es que apenas saben a tomate, y esa certeza agudiza la melancolía de la despedida, instalando en el ánimo de la cocinera una atmósfera grisácea, lluviosa, que contradice la luz salvaje del mediodía. Con el invierno dentro, infiltrado a traición por la repentina hostilidad del calendario, afronta ahora otros ritos de la misma liturgia al escoger pimientos que huelen a pimientos, verdes y brillantes como la esperanza, y pepinos, a cambio, casi negros, tan grandes que sólo tres pesan más de un kilo. Los ajos, tersos y blancos como el vestido de una novia pícara, que llevara una enagua morada sobre la lisa frescura de su carne intacta, le duelen más, pero no tanto como las cebolletas. Porque aquí, las cebolletas también son otra cosa, otro color, otro sabor, otro perfume, y tan tiernas que, si las apretara con fuerza, darían zumo. ¡Ay de mis cebolletas!, cantaría en este momento, si pudiera, ¡ay de mis tomates, y de mis pimientos!, ¡ay de mis ajos y mis pepinos ! Pero ni sabe ni puede cantar, y se limita a acariciar la verdura, a acomodarla con mimo en las bolsas, a colocar éstas en el maletero del coche para evitar accidentes, y a emprender el camino de vuelta por última vez en este año.
Luego, ya en casa, dispone la mesa de operaciones en la que se consumará el gran gazpacho póstumo del verano, porque todavía hará calor, y emprenderá otros, pero ninguno será lo mismo. Lava, pela, pica, prepara, acerca el tarro de la sal, el aceite, el vinagre, y suspira. Se está preguntando cómo ha podido escaparse el verano tan deprisa, cómo ha acertado a escurrírsele de entre las manos como un puñado de arena de la playa, qué ha pasado, qué ha ocurrido, si llegó aquí hace nada El enigma de los primeros días de septiembre desafía a su entendimiento año tras año, pero los benditos, escogidos, dorados tomates de la última mañana, se dejan triturar con una docilidad mansa y cómplice que llena la cocina de aromas, presagios del sabor inolvidable que echará de menos durante casi un año de noches de perro y amaneceres helados.
En este momento, ni siquiera se acuerda de lo mal que le salió el primer gazpacho de las vacaciones. Cuando vuelva a Madrid, y aplique la sabiduría reconquistada a lo largo del verano a los tomates de cámara, los pimientos de cámara, los pepinos de cámara, ocurrirá lo mismo. El primer gazpacho urbano volverá a ser un desastre, tan soso e insípido como salado y avinagrado fue el primero de sus gazpachos gaditanos, pero hoy lo va a bordar, y lo sabe. Ésa es, también, la opinión de los comensales, de casa y de fuera, que se han reunido hoy, aquí, para despedir el verano que se va, cuando tienen aún la sensación de que no ha llegado del todo.
Es una comida extraña ésta, una anacrónica comida otoñal pese a las chanclas, a los biquinis, los bañadores empapados de los niños. El último gazpacho del verano es la primera comida del invierno, y quizás por eso, en un raro momento de silencio, alguien mira a los demás, apura la última cucharada de su cuenco, y hace una pregunta inesperada.
-Se me acaba de ocurrir ¿Sabéis que me está apeteciendo muchísimo? Comerme un cocido.
Todos le miran a la vez, suspendidos en su propio asombro, antes de asentir lentamente, uno por uno, sus cabezas asombradas de moverse de arriba abajo, muy despacio al principio, con más ritmo enseguida.
Y la cocinera cierra los ojos, aspira el aroma de los garbanzos que hierven lentamente en el caldo recién espumado, sonríe.
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