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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Edgar y los perros Sawtelle

Será porque mi viejo perro -cumplió 13 años en julio; en humanos términos sería nonagenario- me habla más que nunca, y porque yo le comprendo. Será porque sus reclamaciones, sus miedos, sus aprensiones -se está quedando bastante cegato: cataratas- se expresan en largos monólogos y parecen punteados por exclamaciones e interrogantes. Será porque a veces le entran ataques de angustia: cuando cree que las personas que cuidamos de él vamos a abandonarle -acecha mis bolsos, mis zapatillas: si me cambio para entrar o para salir-, y sin duda recuerda que, durante cuatro años, viví lejos de él, visitándole sólo unas pocas veces al año.

Será por eso que me ha gustado mucho y que les recomiendo, sobre todo a quienes aman a los animales, y a quienes intentan o consiguen comunicarse con los perros, un libro gordo y apasionante: La historia de Edgar Sawtelle, de David Wroblewski. En Estados Unidos ha arrasado durante meses, pero ello no debería constituir un inconveniente. Ni el que aquí lo haya publicado Planeta en vísperas de otoño, ni el hecho de que allá haya gustado y de que la buda Oprah le haya dado el espaldarazo. Es un libro para cualquier estación. Es un libro apasionante.

"No es un libro alegre. Pero proporciona el consuelo que ofrecen las historias hermosas"

Una saga familiar, una historia de crecimiento, un paseo por la naturaleza y la muerte, por la tragedia, el aprendizaje y la pérdida. Pero con perros. Un niño mudo, una perra. Un negocio: el criadero de canes que a Edgar le dejó su padre, y a éste, el abuelo. Una gran amistad, la que se traba entre ese muchacho que no puede comunicarse con nadie y concentra toda su sensibilidad en hacerse entender por los perros, en entenderlos a ellos, y la perra que le acompaña. El criadero es muy especial, pues no se dedica a cultivar razas con pedigrí. El perro Sawtelle posee otras cualidades: es fiel, heroico, sacrificado, inteligente. Es ese perro al que quien le ha tenido nunca ha podido olvidar, el perro que nos acompaña y nos anima, el perro que se preocupa por nosotros, que corre kilómetros para volver a casa cuando se pierde, el que muere de tristeza junto a la tumba del amo. La mejor raza, la Sawtelle. No importa de dónde proceda su sangre.

Éste es uno de esos casos en que se agradece que un libro nos regale casi 600 páginas. Nada de narraciones históricas histéricamente estiradas a base de diálogos para conocer los sórdidos detalles de una cortesana o las vicisitudes de un constructor de catedrales, dicho sea con todos los respetos hacia ese tipo de best sellers. La historia de Edgar Sawtelle es una novela de iniciación que posee el sabor de aquellas grandes novelas rurales que esconden en sus páginas no sólo los cambios que comporta el aprender a vivir, sino los mundos que caen hechos pedazos al final de una era. Y su prosa engancha por limpia y porque siempre avanza alimentada por la acción. Nadie como los escritores estadounidenses para saber narrar sin perder el hilo de un argumento contundente.

Un ejemplo de párrafo, tomado al azar, que incita a leer más: "Lo que pasó después era imposible y sin embargo sucedió: la mañana fue normal y corriente. Una mañana normal era lo único para lo que Edgar no estaba preparado. En cuanto salió de la casa, su madre le pidió que sacara a los perros del criadero de dos en dos y de tres en tres, empezando por los más jóvenes. Cuando el sol iba por la mitad de su camino hacia el cénit, la normalidad ya lo había rodeado por todos los flancos y el mundo concreto, tangible e incuestionable, se empeñaba en negar que nada de la noche anterior hubiera sucedido".

No es un libro alegre, aviso. Pero proporciona consuelo, aquel que ofrecen las historias hermosas, los personajes que no querremos dejar atrás.

Cuando hablo con Tonino -que, aunque es un teckel, tiene las cualidades de un Sawtelle-, le cuento esta novela y le digo lo importantes que son los perros como él para que las personas no nos extraviemos en un mundo de asfalto, de coches, de prisas y de congoja urbana. Sé que me entiende, porque acto seguido se pasea por la sala, erguido pese a sus años. Orgulloso.

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