El pasado incorrecto
En los últimos días, y mientras me sometía voluntariamente a un prolongado atracón de cine en sesión continua, repasando en el salón de mi casa las tres primeras temporadas de la estupenda serie televisiva Mad men, he pensado a menudo en las razones de su extraordinario éxito popular en Estados Unidos, más allá de la espectacular campaña publicitaria desplegada por la compañía de televisión por cable que la emite (AMC). Como se sabe, la serie -creada por Matthew Weiner, que ya había colaborado con David Chase en los guiones de Los Soprano- se centra en las vidas y peripecias de un equipo de publicitarios neoyorquinos durante los primeros sesenta, cuando en Estados Unidos se afianzaba a velocidad vertiginosa la revolución del consumo de masas y el país -convertido en la metrópoli imperial de lo que se denominaba "mundo libre"- experimentaba una serie de cambios sociales y culturales de alcance insospechado. La primera mitad de aquella célebre década prodigiosa, que lo fue más para unos que para otros, constituye el telón de fondo de las historias individuales desplegadas en Mad men (a la vez "hombres de Madison" -la avenida neoyorquina famosa en los sixties por sus agencias de publicidad- y "hombres locos").
Más allá de guiños costumbristas o de clase, en 'Mad men' se tratan asuntos espinosos sin asomo de prédica o mensaje
El éxito de la serie -cuya cuarta temporada se ha estrenado en EE UU con un índice de audiencia de casi tres millones de espectadores- se debe a factores muy diversos, entre los que, sin duda, cuenta el rigor documental de los guionistas y la cuidadísima ambientación. Pero estoy seguro de que los entusiasmos que despierta tienen mucho que ver con el hecho de haber ocupado un nicho poco habitual en la programación de las grandes televisiones, un espacio "extraño y encantador entre la nostalgia y la corrección política", como lo ha descrito recientemente Los Angeles Times. En efecto, en gran parte de las películas producidas para la televisión norteamericana y exportadas luego a todo el mundo, se controla tan escrupulosamente la difusión de los valores socialmente aceptados por la mayoría que sus historias terminan provocando en el espectador la sensación de algo impostado y artificial. Una sensación equivalente a la que antaño producían esos niños exageradamente adiestrados -y reprimidos- que permanecían sentaditos y sin moverse durante la visita familiar a casa de los tíos: no resultaban creíbles.
El realismo de Mad men no reside en que sus personajes masculinos fumen y beban sin parar o hagan chistes sobre el trasero de las secretarias, o en que ellas se muestren obsesionadas por encontrar marido (acostándose con su jefe, que es el varón que tienen más cerca) y convertirse cuanto antes en princesas de hogares suburbanos de clase media. Más allá de los guiños costumbristas y de clase, en la serie se tratan asuntos espinosos como el aborto, la homosexualidad y el lesbianismo, el divorcio, el racismo, la insatisfacción sexual o el alcoholismo, sin asomo de prédica o mensaje "políticamente correcto". Es como si los guionistas hubieran tenido muy presente durante su trabajo la lúcida sentencia con que el novelista L. P. Hartley abría El mensajero (The Go-Between, 1953): "El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de modo diferente".
Si la serie ofrece verosimilitud es, entre otras razones, porque a sus creadores les ha parecido fraudulento -y arrogante- que una historia ambientada en un periodo histórico -por cercano que este sea- se contamine de juicios morales hoy generalizados. No digo que estos no existan en absoluto (a menudo basta con enfatizar la importancia de un asunto para que se deslice un punto de vista anacrónicamente actual), pero en Mad men se han mantenido en límites aceptables, algo que se echa de menos en algunas de nuestras series dramáticas de más audiencia.
Babelia
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