Sesión continua de desolación
En viejos y añorados tiempos acudías a la Mostra con la certidumbre de que tres o cuatro muestras del mejor cine que se hacía en Estados Unidos iban a elegir Venecia para su estreno europeo. También que los verdaderos autores del cine de cualquier parte, y no sus caricaturas, era probable que hicieran acto de presencia en este festival (si el todopoderoso Cannes no los había incluido en su derecho de pernada) para mostrar a sus nuevas criaturas. Igualmente, un criterio de selección acompañado de cierta lógica podía apostar por directores noveles o desconocidos que tenían algo interesante que contar. Existían expectativas, independientemente de que la edición saliera excelente, aceptable, mediocre o desvaída.
A la tercera pelea ya no sé qué posición adoptar en la butaca
Desde hace bastantes años, coincidentes con la dirección de la Mostra a cargo de los demenciales criterios de un individuo peligroso llamado Marco Muller, la Mostra encarna el paraíso del hastío, habitada hasta la sobredosis por un cine tan abundante como indigerible y de imposible estreno comercial, 12 días de tedio en los que el esperanzador o gozoso acto de ir al cine se transforma en una pesadilla, en un repetido ritual de la desgana, en hablar forzadamente de productos inanes o inútilmente pretenciosos cuya existencia en la enorme mayoría de los casos comienza y termina con su paso por la Mostra. O con suerte, puede que se estrenen en su país de origen. Y te obligas a creer que el cine tiene que existir en otra parte, que en la cosecha anual de cualquier lugar del mundo se harán algunas películas muy buenas o simplemente dignas. Pero cada vez es más difícil encontrarlas en los festivales. Viajar a la Mostra equivale a traer en tu equipaje una coraza mental para que el muermo no te asfixie. En vano.
Asumiendo que mi trabajo en estas fechas consiste en informar sobre el vacío, testifico que acabo de sufrir un western titulado Meek's cutoff en el que no ocurre nada, hazaña notable en un género caracterizado ancestralmente por la acción. John Ford alucinaría al constatar cómo se utiliza neciamente el territorio físico y mental en el que ambientó tantas de sus impagables historias. Sigue los pasos de una caravana de colonizadores que se dirigen a Oregón. Aparecen los indios, pero tampoco eso otorga un mínimo suspense. Lo más original es que en las escenas nocturnas la directora ha logrado oscurecer la imagen hasta el extremo de que no distingues a nadie. Imagino que por cuestión de estilo, que ese experimentalismo tiene propósitos sublimes.
La película china Detective Dee and the Mystery of Phantom Flame, dirigida por Tsui Hark, utiliza miles de extras (imagino que en China salen gratis, que están obligados a hacer patria), sofisticados efectos especiales y decorados exóticos para dos horas dedicadas a tipos dando cabriolas mientras que pelean con todo tipo de armas. El guión no existe o da igual, pero creo intuir que el pretexto para este circo volador son las intrigas en la corte de una emperatriz. A este género bélico-acrobático se apuntaron hasta directores chinos tan respetados como Zhang Yimou y Ang Lee. Lo cual era un pretexto inmejorable para que todos los que pretenden ser autores en el cine chino continúen la tradición. Se supone que esta película regala espectáculo, que su colorido deslumbra. En mi caso, a la tercera pelea ya no sé qué posición adoptar en la butaca.
La chilena Post mortem, dirigida por Pablo Larrain, está ambientada en la tenebrosa época del golpe militar y la protagoniza un retorcido y torturado fulano que trabaja haciendo autopsias y está inútilmente enamorado de una libertina cabaretera. La inquietud que provoca historia tan depresiva es nula. Imagino que hay pretensiones alegóricas y simbolistas, pero no logro captar esas esencias.
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