Piratas del tren
Viajando en tren -¿quién cree que en esas penosas condiciones que ofrecen los transportes puede verse una película?- decidí recurrir a mi ordenador portátil para ver un DVD que tenía pendiente. En ello estaba cuando al cabo de un rato un azafato se acercó a preguntarme de dónde la había bajado. No me creyó cuando le dije que se trataba de una copia comprada legalmente. Tuve que enseñarle el disco para que se convenciera. ¿Comprada? ¿Legalmente? Y me miró como con pena por mi inocencia. Me hizo sentirme antiguo. ¿A quién se le ocurre gastar dinero en algo que puede ser gratuito? O no tan gratuito. El mozo se explayó: "Yo pago a Telefónica, y sobre todo el canon de la SGAE. Las películas están legalmente en Internet para poder bajarlas. No hay delito en lo que hago". La anécdota es trivial salvo por el detalle de que al muchacho no se le había pasado por la cabeza que la película no hubiera sido descargada, otra posibilidad le era impensable.
Hace unos días, la ministra de Cultura recordaba en este periódico su intento de clausurar las webs que facilitaran archivos sujetos a derechos de autor, intención que, como se sabe, nuestro dubitativo Gobierno puntualizó más tarde, tras la protesta masiva que organizaron internautas, blogueros y mercaderes de la Red. Aprueben o no finalmente los jueces pertinentes el cierre de dichas páginas, la disposición llega tarde. Casi todo llega tarde. Hace mil años, cuando tuve mi primer grabador de vídeo, el libro de instrucciones advertía que no se grabara de la tele, y que quien lo hiciera sería considerado delincuente. ¿Se puede saber para qué, pues, me habían vendido aquel aparato fabricado por una multinacional que a su vez producía películas y comercializaba cintas vírgenes? Eran la ley y la trampa a la vez. Y eso no fue más que el principio. Desde entonces no han cesado las contradicciones. ¿No produjo Telefónica buena cantidad de películas de cuyas descargas ilegales ahora se aprovecha?
Hagan lo que hagan al respecto los legisladores, al azafato del tren no va a ser fácil convencerle a estas alturas de que no puede seguir haciendo lo que para él ya es una costumbre, casi una cultura. No hay nadie de esas edades que no se baje lo que le venga en gana. Mientras tanto, productores, autores y políticos hablan y hablan -y quizás haya quien a escondidas se descargue alguna cosilla-. A alguno he oído decir, "yo, porque no sé...".
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