Nada de nada en la sección oficial
Resulta problemático que intelectuales y artistas judíos, dotados de excepcional sentido crítico y de una capacidad admirable para hablar con profundidad y belleza de todo lo humano, expresen alguna vez en su obra o en declaraciones públicas la menor condena a las sistemáticas tropelías y los desproporcionados castigos que impone el Estado de Israel a los palestinos. Por ello, es insólito que en los últimos años directores israelíes como Ari Folman reconstruya mediante el cine de animación la matanza de Sabra y Chatila en Vals con Bashir, o que Samuel Maoz muestre en Líbano el infierno que observan, crean y sienten los ocupantes de un tanque israelí en una operación de castigo.
Schnabel exhibe buenos propósitos pero el resultado no acompaña
'Tokio blues' tiene vocación poética aunque no transmite
El también judío Julian Schnabel exhibe notables propósitos y toneladas de buenos sentimientos al acercarse a esa situación intolerable que parece va a alargarse hasta el final de los tiempos en su película Miral, pero el resultado artístico no le acompaña, es muy discreto, sin garra, con vocación edulcorante. Schnabel centra su historia en la creación de un orfanato y su desarrollo a lo largo del tiempo gracias a una posibilista y racional mujer palestina empeñada en que la educación de los alumnos excluya el odio, intentando protegerlos del horror exterior. Una cría a la que su padre y ese instituto han intentado evitarle el compromiso y el peligro que impone la realidad, tomará conciencia del patético estado en el que sobrevive su gente, vivirá la intifada, tendrá una concienciada relación de amor con un militante de la causa palestina, se implicará emocionalmente en ella y tendrá que pagar la temible factura. Que esta película suponga una de las escasas ocasiones en las que el cine pretende hablar de los más débiles y machacados en el desigual conflicto es moralmente loable, aunque la expresividad para contarlo no te remueve ninguna fibra, no deja poso, resulta poco veraz, algunos actores son infames. La ves y la escuchas con la misma facilidad que la olvidas.
A pesar de múltiples recomendaciones, dejé a la mitad la celebrada novela de Haruki Murakami Tokio blues. Lo hice aburrido, incapaz de conectar con las atormentadas historias de esos personajes jóvenes. La ha adaptado al cine Tran Anh Hung, director muy prestigiado en los festivales por películas como El olor de la papaya verde y Cyclo. Espero durante mucho rato que ocurra algo que me interese, pero en vano, aunque se supone que esos amores cruzados y esa sexualidad frustrada que provoca suicidios ofrecen mucho juego dramático. Sin embargo, todo se reduce a falsa intensidad emocional, a discursos monótonos recitados por actores de gesto vacío, acompañado de una música tan abusiva como chirriante. Tiene vocación poética, pretende ser una compleja radiografía de los sentimientos, pero no transmite nada. Solo tedio infinitamente alargado. Mi experiencia en literatura y en cine con el universo del venerado Murakami no puede ser peor.
El remate para tan infausta jornada en una sección oficial que está confirmando los anticipados temores, lo aporta la película italiana La pecora nera, dirigida y protagonizada por Ascanio Celestini, que cuenta de forma lamentable los delirios de un loco adulto del que también nos han contado su traumática infancia. Es muy triste el agónico estado del cine italiano desde hace demasiado tiempo, solo atenuado por el talento de Nanni Moreti. Italia fue la inventora del neorrealismo y de las grandes comedias de los años cincuenta y sesenta. Parió a un maestro tan imperecedero como Rossellini. Dispuso de autores como Fellini, Visconti y Antonioni, gente por la que puedes sentir alternativamente admiración y rechazo, pero todos ellos en posesión de una personalidad tan identificable como poderosa. Ese impresionante legado no tiene continuidad. El milagro se niega obstinadamente a aparecer.
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