Las mujeres de las sillitas plegables
Cuando el avión empieza a descender, mira hacia abajo, no tanto para reconocer el paisaje como para escudriñarlo.
-¡Venga, espabila, que vamos a llegar tarde!
Pero aunque al ver a su madre con la silla plegable, la cesta de la merienda y la bolsa de la labor, ya sabía lo que le esperaba. ¿Vamos a ir a ver a la tita otra vez?
¡Sí, vamos a ir a verla otra vez!
Lo que más odiaba entonces, a los diez, a los once, a los doce años, eran aquellas excursiones vespertinas que, ahora se da cuenta, su madre necesitaba mucho más que él una tarde libre. Porque la suya no era la única familia de La Línea de la Concepción partida por una alambrada de metal, él lo sabía, tenía compañeros, amigos del colegio, vecinos con parientes al otro lado, pero en ninguna casa de su pueblo parecían echar tanto de menos al ausente. Se diría que ninguna mujer de La Línea había querido jamás a una hermana como quería su madre a la tita.
"La suya no era la única familia partida por una alambrada de metal"
Lo recuerda ahora, mientras escucha unas explicaciones que nunca, ni siquiera la primera vez que voló a Gibraltar, le arrancaron las palabras de asombro que está escuchando de los labios de viajeros más novatos, o desprevenidos. Es normal, piensa, yo nací en la frontera, siempre seré fronterizo. Por eso, y aunque ya ha estado tantas veces allí que ha perdido la cuenta, escudriña el Peñón cada vez que aterriza en el aeropuerto del istmo. No puede evitarlo. Es un reflejo involuntario, la revancha automática de la memoria de aquel niño de diez, de once, de doce años que seguía a regañadientes, por las calles de su pueblo, a una mujer apresurada y cargada de bultos, que volvía la cabeza cada dos por tres para arrearle como a un animal desganado.
¿Español? la azafata sonríe a su sonrisa. ¿Y va usted ?
Sí, a La Línea, no se preocupe. Conozco muy bien el camino.
Y tanto que lo conozco, piensa mientras baja la escalera, en dirección al autobús que le espera con las puertas abiertas. Durante muchos años, desde 1969 hasta que su edad, y no el Estado español, le emancipó de aquella obligación, había hecho andando, detrás de su madre, y de su cesta, de su bolsa de labor y su sillita plegable, el mismo camino que ahora va a recorrer en autobús para volver a su pueblo. En la frontera se amontonaban las madres con niños enfadados y sillas de plástico, pero la cola no era lo peor. Ni siquiera la travesía del istmo, largo e inhóspito, inclemente bajo el sol, despiadado bajo la lluvia, y azotado siempre por un vendaval de mil demonios, le descomponía tanto como la figura de su tita al otro lado de la alambrada, una imagen especular de su madre, con su propio asiento, y su cesto, y su labor.
¡Uf, menos mal! Ya creí que no llegábamos y una hermana metía dos dedos de cada mano en los agujeros de la verja, compensando con una sonrisa radiante los besos que le faltaban, los que no podía estampar en las mejillas de la otra. ¿Cómo estás?
Bien la tita repetía la operación para acariciar aquellas yemas con las suyas, sin dejar de sonreír. ¿Y vosotros? El chiquillo altísimo, ya lo veo entonces se volvía hacia él. ¿Y tú, qué? y le ofrecía las puntas de sus dedos, envueltas en una nueva sonrisa. ¿Pero es que tú no piensas dejar de crecer, chiquillo?
Él balbucía con torpeza una respuesta, mientras forzaba la sonrisa mentirosa que brotaba a duras penas de su tristeza. Cuando aún no conocía la manera de expresar aquel sentimiento con palabras, ya sabía que la verja le ponía triste, que le daba pena, y rabia, una desazón que le descomponía el cuerpo para abrirle un agujero en el centro del estómago. Su madre no se daba cuenta, pensaba él entonces. A su madre, todo le daba igual, mientras pudiera ir de excursión a la verja, y abrir su silla, y colocarla pegada a la alambrada, lo más cerca posible de la de su hermana, para merendar a su lado mientras charlaban sin parar, de sus maridos, de sus hijos, de la familia, sin dejar de mover las agujas de hacer punto. Después, cada vez que viera un campo de concentración en una película, reconocería en la pantalla aquella escena triste, cotidiana y humillante al mismo tiempo, terrible y extrañamente conmovedora a la vez, la representación del cariño de dos hermanas, un amor indestructible, con el que no pudieron ni el Peñón ni la Península, ni el Estado español ni el británico, ni Francisco Franco ni Isabel II.
De aquella época conserva la memoria de la lealtad, del humilde poder de las gotas de agua que son capaces de horadar las piedras, y la manía de escudriñar Gibraltar desde las ventanillas de los aviones, como si pudiera descubrir algo nuevo, algo insólito y maravilloso tras la verja que a su madre no le estaba permitido traspasar. La primera vez que estuvo dentro le costó trabajo creer que un lugar tan pequeño hubiera podido partir a su familia en dos durante tantos años. Ahora, al cruzar la frontera, la mira casi con cariño, y el asombro de sentir calor al evocar su remota tristeza infantil.
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