El G-8 muestra un mundo sin liderazgo
Los países ricos solo logran negociar una tenue condena a Irán y Corea del Norte - Los mandatarios aprueban un limitado plan de ayuda a la maternidad en África
Esta quería ser una cumbre realista. Hartos de tantos compromisos incumplidos, los líderes mundiales pretendían que la reunión del G-8 alcanzara solo acuerdos verificables. El resultado fue un pobre plan para la ayuda a la maternidad en África, una tenue condena a Irán y Corea del Norte y, sobre todo, la constatación de que el propio G-8 ha perdido sentido, que la coordinación de esfuerzos internacionales es casi imposible y que el mundo carece de un liderazgo fuerte en un momento histórico política y económicamente muy delicado.
La necesidad de verificación fue expresada por el miembro más modesto, Canadá, el promotor y principal financiador del proyecto africano, y por la obligada ambición innovadora del último en llegar a la mesa, el primer ministro británico, David Cameron. Pero verificación, en una ocasión como esta, significaría la aceptación de un fracaso y de la impotencia para resolver los problemas. Una organización cívica canadiense ha contado que, desde su fundación, hace 35 años, el G-8 (antes G-6 y G-7) ha aprobado más de 3.000 acuerdos a los que después no se ha dado seguimiento. Seguir en esa vía parece absurdo. Pero, ¿qué camino emprender? ¿Qué foro multilateral puede regir los destinos del mundo?
Hartos de acuerdos incumplidos, los líderes buscan pactos verificables
Obama considera que el G-20 define mejor al planeta y es más eficaz
La decisión de convocar las reuniones del G-8 y el G-20 en las mismas fechas y el mismo lugar, además de un intento de ahorrar viajes estériles a dirigentes que tienen mejores cosas de las que ocuparse, era el reconocimiento de que el G-8, donde se reúnen las ocho primeras potencias mundiales, prefiere diluirse en el más amplio y representativo G-20, donde también participan otras potencias intermedias y las principales naciones emergentes.
Barack Obama, en su reciente definición de la estrategia de seguridad y política exterior de su Administración, aludió al G-20 como la agrupación que mejor define la composición del mundo actual y que más eficazmente puede actuar para afrontar los desafíos modernos. La convocatoria simultánea de las cumbres de Toronto responde en parte a esa nueva concepción.
Pero el cambio de formato no resuelve el problema de fondo sobre la crisis de liderazgo, simplemente reduce la responsabilidad de las grandes potencias, que, en realidad, siguen considerando más útil profundizar las relaciones bilaterales -las reuniones semestrales entre China y Estados Unidos, la reciente visita del presidente ruso, Dmitri Medvédev, a Washington- que agotarse en discusiones multilaterales sin perspectivas de progresos.
Esa realidad habla de la complejidad del mundo actual, pero también de la debilidad de los dirigentes actuales. Los gobernantes europeos están desprestigiados -caso de Silvio Berlusconi-, han agotado su energía -caso de Nicolas Sarkozy o Angela Merkel- o son demasiado alevines para capitanear la revitalización -caso de Cameron-.
El nuevo premier británico ha despertado cierta curiosidad e interés, más que por su victoria, por su capacidad para instalar una coalición atractiva, pero no ha tenido aún el impacto que en su día tuvo Tony Blair. Toda Europa se encuentra sumergida en una angustiosa batalla por la reordenación de sus finanzas públicas.
Nada puede esperarse de Rusia, que construye su propio modelo de democracia controlada, ni de Japón, donde ha fracasado un atrevido intento de relevo del partido de Gobierno y que trata de sobrellevar su calvario económico particular.
Queda Obama. El presidente norteamericano es aún el polo de referencia de estas reuniones, pero la luz que irradiaba hace un año se ha apagado, su carisma no es ya capaz de iluminar el futuro o de ocultar las discrepancias. Con su popularidad disminuida por una serie de infortunios domésticos -el último y más grave, el vertido de petróleo en el golfo de México-, Obama ha relegado la política exterior a un segundo lugar en su agenda.
Este es el primer viaje propiamente dicho de Obama al extranjero en lo que va de año. Antes solo había dedicado unas horas a la firma del tratado con Rusia y a una visita relámpago a Afganistán, en realidad un asunto doméstico. Ha cancelado dos veces sus viajes a Indonesia y Australia y se desentendió de la visita que el Gobierno español había anunciado a Madrid. No se espera que salga de Estados Unidos hasta noviembre, lo que probablemente constituirá un récord de inmovilidad para un presidente norteamericano.
Puede argumentarse que, en los tiempos actuales, existen medios para tener presencia internacional sin necesidad de hacer largos desplazamientos. Pero no se trata de un problema de medios, ni siquiera de personas. La carencia de liderazgo mundial es el reflejo, en realidad, de la falta de ideas y de autoridad.
Las grandes potencias occidentales están todavía embarcadas en la salida de una catástrofe económica para la que no han encontrado recetas realmente eficaces y útiles para todos. El desempleo se ha enquistado en la mayor parte de las economías, y lo que necesitan unos -más inversión para un crecimiento más acelerado: Estados Unidos- no es válido para otros -Europa, agobiada por la deuda-. Pese al reciente acuerdo sobre la reforma financiera en Estados Unidos, las economías occidentales no han conseguido por lo general transmitir credibilidad en su voluntad declarada de poner orden en el sistema financiero.
Los países emergentes, ante eso, se sienten liberados de su obligación de emprender sus propias y necesarias reformas. La esperanza que en su día provocó la irrupción de esas potencias regionales en el escenario internacional no ha acabado de concretarse. Brasil y Turquía se desmarcaron por su cuenta con su posición sobre Irán. India, que está enfrascada en una agudización de la carrera nuclear con Pakistán, ha impuesto su propio ritmo económico. China no busca foros multinacionales sino la hegemonía mundial.
La cumbre de Toronto es, por tanto, un pequeño paréntesis en una dinámica internacional incierta. En el comunicado final se afirma, solemnemente: "Nosotros, el G-8, estamos decididos a ejercer liderazgo y a cumplir con nuestras obligaciones". Pero el resto del documento no incluye ideas nuevas sobre el cambio climático o la proliferación nuclear, hay solo alusiones retóricas a la pobreza y se queda, en relación con otros asuntos de seguridad internacional, como Irán, muy por detrás de lo que ya han decidido varios países individualmente.
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