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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Vejámenes "in the grounds"

Javier Marías

El artículo de Molina Foix "Si yo fuera fumador" (El País, 3-6-10) me insta a relatar algunos vejámenes recientes, ya que sospecho que se refería a mí al hablar de "un escritor español" al que "una amiga común" fue a visitar al hotel parisiense de cinco estrellas en que lo alojaba su editorial -pagaba yo la mitad-, para descubrir que, por su condición de fumador, se lo había relegado a "un habitáculo más bien lóbrego" en los altillos del edificio, lo que se conocía antiguamente como una "chambre de bonne".

En los últimos doce meses he viajado a ocho países, americanos y europeos, y en la mayoría de ellos me he encontrado con cortapisas, vejaciones y desaires por darle aún al cigarrillo. En Gotemburgo, el único lugar del hotel en que podía echarme un pitillo no era mi habitación, sino una jaula de metacrilato sita en medio de un bar en el piso más elevado. Así que cada vez que deseaba fumar había de coger el ascensor hasta arriba y encerrarme en la celda, en la que -atención- no se permitía beber al mismo tiempo: si uno entraba con su copa allí, era expulsado de inmediato por una vigilante con pinta y ademanes de guardiana de campo de concentración. En Estocolmo mejoró la cosa: claro que tenía reserva en el Grand Hotel, donde se hospedan los Premios Nobel durante los fastos.

"Yo los animo a boicotear los sitios intolerantes, en los que no se nos permita fumar a solas"

Cuando me tocó ir a Inglaterra, resultó que mi hotel londinense de siempre había aprovechado el endurecimiento de las leyes antitabaco para convertirse en un "espacio sin humo", y que lo mismo sucedía con casi todos los demás: sólo mantenían habitaciones de fumador los muy cutres o los muy caros, así que decidí irme al Ritz. Como no podía pretender que mi editorial británica me costease la estancia allí, de nuevo asumí la diferencia: me salió por un ojo de la cara y además me metieron, asimismo, en una especie de "cuarto de la criada". Estaba en el Ritz y pagaba por el Ritz, pero podía haber estado en casi cualquier otro sitio. Era el castigo por fumar. Y hube de renunciar a unos días en Oxford, pues allí -ciudad pequeña- no queda ni un hotel en el que se tolere una calada. Bueno, hay uno con una sola habitación en cuyo patiecito adyacente ... Pero ya estaba cogida. En Londres, los escritores Antony Beevor y Artemis Cooper me invitaron a cenar en su club. Tras los postres los tres hubimos de salir a la calle para el cigarrillo de rigor. Si ni siquiera en un club inglés hay una "smoking room", me dirán dónde hemos ido a parar. Si Phileas Fogg o Sherlock Holmes levantaran la cabeza ...

Le había dicho a mi editora americana que sólo me desplazaría a Nueva York, adonde hacía veinte años que no iba, si me encontraba un hotel en el que pudiera fumar (en mi cuarto, a otra cosa no aspiraba). El viaje estuvo a punto de cancelarse, porque pasaban las semanas y ella no lograba cumplir con mi condición. Por fin fue posible en el rehabilitado Gramercy Park Hotel, levemente bohemio. Lo absurdo es que muchas personas con las que allí traté resultó que fumaban (entre ellas mi editora y Paul Auster), y, al verme con cigarrillos, se abalanzaban a pedirme uno. Pero todas tragan con las discriminatorias leyes. En París, ya está contado. Y si recibí a esa amiga en mi "habitáculo más bien lóbrego", fue porque ella fuma también y no podríamos habernos dado a nuestro vicio en ningún café o bar.

Lo más chistoso vino poco después. Recibí una amable invitación de la Universidad de Oxford para ocupar durante un trimestre el puesto de Weidenfeld Visiting Professor y dar unos seminarios. La paga era escasa, como siempre en Oxford, pero deduje que se trataba de un gran honor, ya que en años precedentes habían ocupado el cargo Eco, Steiner, Vargas Llosa y Amos Oz. Me hacía gracia pasar una temporada en la ciudad al cabo de tantos años, pero tuve la prudencia de preguntar si, en el apartamento que me ofrecían, anexo a un college, podría fumar. Se me contestó que sólo "in the grounds", es decir, "outdoors", es decir, en la puta calle. Respondí que fumo mientras escribo, o si me asalta el insomnio por la noche, y que no iba a estar yéndome allí cada dos por tres. Si abandono mi afición algún año -puede ser-, reconsideraremos la invitación. Lo cierto es que no se ha podido contar con mi concurso por esta restricción o incompatibilidad.

Si se obstaculizara el acceso a un hotel, o a un trabajo, a alguien por su color, sexo, raza, religión u orientación sexual, se armaría un gran escándalo. Eso mismo se admite -se fomenta- contra el fumador, discriminado cuando el consumo de tabaco no sólo es algo legal, sino con lo que se enriquecen todos los hipócritas Estados y a lo que nos han incitado durante décadas. En España los fumadores somos un 35%: unos dieciséis millones de personas que deberíamos oponer resistencia a las campañas para demonizarnos y excluirnos. Yo los animo a boicotear los sitios intolerantes, en los que no se nos permita fumar a solas o en compañía de otros fumadores, sin molestar ni dañar a nadie más. Deberían habilitarse bares y restaurantes de autoservicio, para empezar, antes de que la nueva y represora ley de Zapatero y Jiménez nos condene a enfermar igualmente, sólo que de insolación o pulmonía.

[PS. Don Rodrigo Córdoba, del Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo, se haría un favor si se abstuviera, por una vez, de enviar su sólita carta de respuesta llena de tergiversaciones y falsedades. Con ellas ha desprestigiado completamente el organismo que preside, al que ya nadie puede creer.]

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