Sónar bendice las bodas del hedonismo y el experimento
Música y robótica se hermanan en el festival de Barcelona
A poca distancia de donde la chica de aquel británico perjudicado trataba de reanimarlo recubriéndolo de hielo de su bebida, besándolo y retorciéndole, ¡ay!, los pezones, una veintena de personas observaban el regreso de una silla de entre los muertos. Como lo oyen. La joven logró que su amigo se recuperara y se alzara del césped artificial entre la multitud que se balanceaba con el masaje sonoro de Pete Tong, a la sazón pinchando en el SonarVillage. La silla, que se había hecho pedazos sola en el ámbito robótico de SonarMàtica, juntó ella misma sus trozos y se puso en pie como un Lázaro en versión Ikea (oído barra: ¡muebles que se automontan sin ayuda!).
Es lo que tiene el Sónar, que arrancó ayer en el Centro de Cultura Contemporáneo de Barcelona (CCCB), por un lado el disfrute y el hedonismo hasta el trance y por el otro la experimentación, la sorpresa y el asombro hasta la estupefacción. Todo ello espolvoreado de gamberrismo y guiño.
Entre las propuestas más simpáticas, una cabeza robótica
Loud Objets arrancan sonidos torturando microcircuitos
Regresar al Sónar es como volver a casa, una casa pulsátil, estridente, extravagante y con algunos inquilinos marcianos, pero casa al fin. Estar sobre la hierba artificial de nuevo, arrullado por el techno, pensando que has vuelto a equivocarte de camiseta -y van 17 ediciones- y aspirando el verano tan próximo entremezclado con transpiración alemana y maría holandesa, es un gusto. Es como si las preocupaciones se te fueran por un desagüe, sustituidas por un ritmo de graves anestesiante. Es un mundo de mestizaje extraterrestre: tatuajes, sombreros a lo Joyce, mucha gafa oscura, vestidos delicuescentes; incluso había una jovencita con un Lacoste. Este año se lleva la caipiriña, la sangría y la empanada de atún, cosas todas que proporcionan las barras, ayer por la tarde, en el Sónar de Día, muy nutridas. El líquido había corrido mucho en todas sus variantes. Había largas colas mixtas en los lavabos.
En la carpa del SonarDome, adonde huyó parte del respetable al sacar la rapera Speech Debelle al escenario ¡un contrabajo! ("¿qué es eso?", preguntó un bromista), pinchaba un tipo con gorro de leñador ante un público apretujado en el que destacaban tres individuos tocados con kefias árabes y un grupo de inglesas en plan despedida de soltera que hacían parecer un vecindario de Kean Loach un decorado de Visconti. Luego Caribou envolvió en una pelota de sonido sus perfiles melódicos.
SonarMàtica va de robots, bajo la advocación de Kraftwerk, viejos amigos del festival. Entre las propuestas más singulares, una simpática cabeza mecánica que te sigue y hasta parece coquetear contigo, un gato-robot que acecha a un pececito que nada en una pantalla ("¿sueñan los androides felinos con peces eléctricos?") y la susodicha silla. "Suscita compasión, empatía y esperanza", reza un cartel, que se podría referir tanto a la silla como a alguna de las chicas que bailaban afuera.
La silla se desmonta y remonta cada hora. Así que puedes entretenerte (?) con el display vecino de, leo, "seis píxeles robóticas que funcionan como unidades independientes en un sistema de visualización integrada". En realidad parecen cajas de zapatos y no se mueven. "¡Hostia, la silla!", exclama alguien y todos nos precipitamos hacia allí. Ni las sillas de Cabaret han despertado nunca tanta expectación. La silla literalmente explota y queda en trozos. Poco a poco, como en una película de zombis, los elementos vuelven a reagruparse. El asiento recupera las patas, luego el respaldo y luego la silla toda se pone de pie. Puro re-animator. La resurrección provocó una espontánea ovación y gritos a la silla de "¡guapa!".
Cuando crees que lo has visto todo resulta que también hay ocho hámsters robóticos, una dentadura que ríe cuando te acercas, y el único zapato de tacón guitarra wireless del mundo (E-shoe) diseñado -leo- por el insigne zapatero siberiano Mav Kibardin. Uno vuelve a las masas de público replicante de los conciertos casi con alivio. Pero hay que pasar por el Sonarhall, en el vestíbulo subterráneo del CCCB y allí espera otro sobresalto: Loud Objects, con un grupo de lo que parecen microcirujanos de chips de Chiba City salidos de una novela de William Gibson arrancando gemidos estridentes de un circuito electrónico. El sonido sugería el de una fresa de dentista amplificada hasta la demencia. ¡Sónar vive!
Babelia
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