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Columna
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Respeto

Según las crónicas más fiables, el presidente José Montilla compareció el pasado lunes en la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado para pedir dos cosas; una concreta y tangible -la renovación del Tribunal Constitucional, empantanada en la Cámara alta desde hace dos años y medio-, y otra inmaterial, pero sin duda mucho más importante: respeto para la singularidad política, cultural y lingüística de Cataluña, respeto para las aspiraciones y los sentimientos democráticamente expresados de sus ciudadanos.

La primera demanda obtuvo por parte del PSOE un inicio de satisfacción formal, hoy sabemos que pactada semanas antes en el secreto de La Moncloa. Sea como fuere, si la problemática renovación consiste en sustituir a unos magistrados del modelo "trío de la Maestranza" por otros del tipo de los que propone el PP, no parece que el cambio vaya a deparar al Estatuto un porvenir mucho más halagüeño. Pero donde la jornada madrileña del presidente Montilla resultó decepcionante, desoladora, fue en el territorio del respeto.

Lo peor de la comparecencia de Montilla en el Senado no fueron las previsibles reacciones partidistas, sino las mediáticas
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La asistencia de presidentes autonómicos del PSOE a la sesión senatorial fue tibia y poco entusiasta (tres sobre siete posibles), y la cúpula del Partido Popular dictó a los suyos consigna expresa de boicoteo y procuró rebajar la importancia del gesto de Montilla enviando a escucharle y a responderle a cargos de segundo nivel. Alguno de ellos -como el consejero madrileño Francisco Granados- lo hizo, además, con las maneras chulescas que le son propias, desdeñando el debate como una "pérdida de tiempo" y menospreciando la trascendencia del Estatuto. Mención aparte merece la intervención de la senadora Alicia Sánchez-Camacho: si su estridente y extemporánea réplica en el sentido de que "¡Cataluña es España!" presagia el sesgo de la próxima campaña electoral del PP de Cataluña, esta va a depararnos muchas tardes de gloria...

Sin embargo, lo peor no fueron las previsibles reacciones partidistas, sino las mediáticas, con su capacidad de impregnación social. Resulta que un presidente de la Generalitat acude voluntariamente al Parlamento español para expresar su preocupación ante la crisis del Estatuto y los síntomas crecientes de ruptura afectiva Cataluña-España. Pero el titular de algún diario es La España de los traductores y, según diversos medios, el escándalo de la jornada lo constituye el coste -entre 6.500 y "cerca de 8.000 euros"- de los intérpretes que vertieron los discursos a las distintas lenguas oficiales, cuando "todo el mundo podía haberse entendido en castellano".

Es indudable que en las instituciones de la Unión Europea (casi) todo el mundo podría entenderse en inglés. No obstante, lo mismo la Comisión que el Parlamento Europeo se gastan una fortuna anual en traducciones e interpretación de documentos y discursos. ¿Por qué? Por deferencia, consideración y respeto hacia las lenguas -es decir, las identidades- de los 27 Estados miembros. Ahora mismo, la crisis económica hace estragos en el Viejo Continente, pero a nadie en Bruselas se le ha ocurrido, como medida de ahorro, suprimir los servicios de traducción e interpretación ni siquiera del maltés o del esloveno, con el argumento de que los habla poca gente... Sin embargo, el dispendio más superfluo e injustificable que el Estado español tuvo el 24 de mayo fue, al parecer, el de los "pinganillos" y los intérpretes del Senado. Ni el vuelo de entrenamiento de un F-15, ni las fotocopias innecesarias en tantos ministerios, ni las dietas de cientos de altos cargos: lo intolerable es gastarse el dinero para que unos soplagaitas puedan hablar, en Madrid, en catalán o en euskera...

Durante años, desde Cataluña, repetíamos aquello de que "no nos quieren" o "no nos entienden". Que la número dos del PP considere "absurdo" y "esperpéntico" ver a Montilla usando el catalán en el Senado muestra cómo han empeorado las cosas: nos han perdido hasta el respeto.

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