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Columna
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Funerales

No estoy muy segura, porque no ha trascendido mucho, pero me parece que la reforma de la ley de Libertad Religiosa que piensa tramitar el Gobierno antes del verano con el fin de regular ciertos aspectos de nuestro pluralismo religioso, no incluye ninguna reglamentación de los funerales civiles o laicos. Tampoco sé cómo podría regularse tal cosa, o si hace falta hacerlo, pero no deja de parecerme un tema fascinante. Los sacramentos van cayendo uno a uno; ya no se bautizan muchos niños, ni hacen la comunión; cada vez se casan menos parejas por la Iglesia; pocas personas practican la confesión (la individual casi ha desaparecido), etcétera. El catolicismo en nuestra sociedad es más y más tibio y, sin embargo, ¿qué hacer con el final de la vida? ¿Cómo laicizar el más feroz de los ritos de paso, cómo afrontar la propia muerte y, sobre todo, la de los seres queridos, sin esa fantástica ritualidad cristiana?

Cualquier alternativa laica está todavía en pañales. Cada vez que las negras circunstancias me hacen acudir a un funeral (católico) lo pienso. Digámoslo claramente: es magistral. Para empezar, porque ofrece el consuelo insuperable del Cielo eterno, de un Padre amoroso que espera al difunto con los brazos abiertos. El funeral civil no podría competir con eso. Sólo podría ofrecer una trascendencia chiquitita, efímera: el finado pervivirá en la memoria de todos aquellos que lo hemos amado, de todos aquellos en los que ha dejado huella; pervivirá en sus hijos, en sus obras. Y, más que un incierto futuro ultraterreno, se subrayará su paso terreno: una sentida lista de las virtudes y los actos buenos, específicos, que hicieron de él un buen padre, hermano, cónyuge, amigo, profesional, etcétera.

Además de esa decisiva ventaja de partida, la ritualidad católica ha tenido cientos de años para perfeccionarse, para crear una atmósfera insuperable, una puesta en escena que estimula al mismo tiempo los cinco sentidos de los asistentes. La vista, por supuesto, al encontrarse en un templo sagrado, espectacular, con una rica y solemne simbología. El oído, alimentado por las palabras de consuelo de la liturgia, entonadas perfectamente por el sacerdote y acompañadas de numerosos cánticos interactivos, de gran belleza y fuerza emotiva. El olfato, con ese incensario que difunde por todo el templo ese olor tan agradable, espiritual. El gusto, para los que comulgan: un minúsculo pan, algo sencillo y humilde que simboliza nada menos que "el cuerpo de Cristo". El tacto, con ese "daos la mano" que lleva a tocar, a mirar a los ojos, a ofrecer una sonrisa de reconocimiento y de fraternidad incluso a los desconocidos que se sientan en el banco de al lado.

Es difícil competir con un consuelo tan ricamente elaborado y del que hay tanto que aprender. Aunque la coherencia de los no creyentes lo exija, cualquier alternativa seguirá siendo claramente minoritaria. Es comprensible.

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