El cielo no es el límite
El actor español suma otro trofeo en Francia, que se une al Oscar, dos copas Volpi, el Globo de Oro y cuatro 'goyas'
Javier Bardem subió ayer un peldaño más es su imparable carrera. Agotados los adjetivos para calificar el talento de este actor de 41 años, casi es mejor limitarse a enumerar sus premios más reconocidos: el Oscar y el Globo de Oro por No es país para viejos; dos copas Volpi por Antes que anochezca y Mar adentro; una Concha de Plata de San Sebastián por Días contados, y cuatro goyas por Días contados, Mar adentro, Boca a boca y Los lunes al sol. Le faltaba el premio de Cannes. Y ayer lo logró acercando su gloria a la que en 1976 obtuvo José Luis Gómez por Pascual Duarte; en 1977 Fernando Rey, por Elisa, vida mía; en 1984 Francisco Rabal y Alfredo Landa por Los santos inocentes, y, en 2006, las actrices de Volver. Él, un hombre enamorado de su profesión, se sintió orgulloso al unir su nombre a actores a los que tanto admira.
En otoño estará en la nueva película del director Terrence Malick
Pero, además, el premio al mejor actor en Cannes (concedido ex aquo con el italiano Elio Germano) por su extraordinario trabajo en Biutiful supone el reconocimiento a unos de los papeles más complejos y duros (y probablemente el más preciso y perfecto) de su filmografía. Un trabajo que no solo le supuso un enorme esfuerzo físico, sino también psicológico. El rodaje del filme fue muy largo, el actor tuvo que adelgazar bastante para interpretar a un enfermo terminal de cáncer y, además, un problema de espalda le obligó a operarse en los mismos meses en los que trabajaba.
Nada fue fácil para alcanzar los lugares a los que llega este actor superdotado. Un papel enormemente contenido ("aquí menos es más", han dicho en Cannes su director, Alejandro González Iñárritu, y el propio Bardem) en el que el actor representa de manera estremecedora el cara a cara de un hombre con la muerte. "Mi personaje se resiste a perder su último signo de salud, que es la compasión", ha dicho el actor sobre Uxbal, ese padre que se enfrenta al adiós a sus hijos y al reencuentro con su padre muerto. Es precisamente la secuencia en una morgue acariciando el rostro aún joven de su progenitor embalsamado donde el vuelo del actor alcanza límites inimaginados para devolvernos la fe en la capacidad redentora del arte.
Y es que el viaje emprendido por Bardem en este filme marca un antes y un después de su carrera. No solo por el peso que carga sobre sus hombros, sino por la absoluta delicadeza con la que habla de la enfermedad, de la pérdida, de la culpa, de la familia y del amor. Un tipo despreciable en un mundo despreciable que nos acaba convenciendo de lo que él quiere convencerse: todos tenemos derecho a poner en orden nuestra vida para morir en paz.
Bardem se ha paseado por Cannes con más kilos que en la película, fumando y aparentemente tranquilo. El doloroso tránsito que supuso el rodaje de Biutiful empieza ya a tener sus frutos, y aunque él es poco amigo (ya se sabe) del exceso de focos, lo que ha empezado en Cannes no tendrá fin. Bardem rodará en otoño la nueva película de Terrence Malick y producirá -y además narrará- su segundo documental, Hijos de las nubes, sobre el pueblo saharaui. Ya queda lejos cuando era un actor al que muchos veían limitado por su contundente físico (del que emana tanto violencia como ternura, una de esas paradojas que le hacen único) y que logró romper todas las barreras internacionales con su candidatura al Oscar por Antes que anochezca. Aunque no ganó -se lo arrebató Russell Crowe por Gladiator-, Bardem dejó tal huella en sus colegas de todo el mundo que desde entonces su carrera no dejó de crecer. Es conocida la admiración que le tienen Al Pacino, Robert de Niro o Sean Penn (sus mitos de crío) y no deja de ser una conquista de lo imposible que aquel chico que solía entretener a sus amigos por las noches imitando al De Niro de Taxi driver sea hoy un ejemplo de coherencia y genio interpretativo para todos sus viejos maestros.
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