El último perdón a Ted Hughes
La repetida tragedia marcó la vida de un poeta gigante - Dos nuevos libros reconcilian a los lectores españoles con el viudo de Sylvia Plath
Ted Hughes (Yorkshire, 1930-Devon, 1998) poseía una cualidad animal, una intensidad callada que atraía las miradas. Era un poeta y un hombre de una ferocidad misteriosa y primitiva, que entroncaba con su obsesión por la naturaleza. Todos querían estar cerca de él, pero casi todos se sintieron alguna vez abandonados por él. Un niño que se crió pegado a su hermano mayor, que le enseñó a cazar, pescar y vivir entre animales; un joven que memorizaba palabra por palabra a Shakespeare y un marido fatalmente marcado por la tragedia. Cuando su primera mujer, la poetisa estadounidense Sylvia Plath, se suicidó en 1963, Ted Hughes escribió a su suegra: "No quiero que se me perdone jamás. Si existe la eternidad, estoy condenado a ella". Siete años después, cuando su segunda mujer, Assia Wevill, también se quitó la vida junto a la hija de ambos, Shura, el poeta enmudeció. Años más tarde se sabría que comparó aquel dolor con enormes puertas de hierro que golpeaban sin tregua su pecho.
Siempre pensó que el suicidio de su primera mujer estaba escrito
La tragedia aplastó la figura pública de un poeta gigante y su obstinado silencio no contribuyó a mejorarla. Pero Hughes nunca dejó de hablar, lo hizo a través de lo único que de verdad entendía: la poesía y sus enigmas. Dos nuevos libros del poeta se publican ahora en España: El azor en el páramo, antología editada por Bartleby, y Gaudete, uno de sus textos más singulares que rescata Lumen (editorial que en 2004 publicó su obra póstuma Cartas de cumpleaños). En ambos asoma el genio de alguien que se consideraba un chamán en busca de un hombre y una naturaleza perdidos. "Escribir es igual que cazar", solía decir, "y el poema no deja de ser un animal, una forma de vida ajena".
Durante años Hughes fue un poeta atacado y rechazado (sobre todo en Estados Unidos) y ese "vacío" se ha dejado sentir en España, donde su extensa bibliografía ha llegado con cuentagotas. "Librerías, bibliotecas y editoriales de todo el mundo rechazaban sus libros. Algunas universidades se negaron a incluirlo en sus planes de estudio o en sus ciclos de lecturas", apunta Xoán Abeleira, traductor y prologuista del volumen de Bartleby, que también apunta la enorme dificultad que entraña traducir su poesía: "Hughes fue un escritor realmente portentoso e innovador en todos los campos: semántico, sintáctico y metafórico. Y, como Plath, un poeta dotado de una imaginación vigorosísima. Por eso, en su caso las dificultades propias de cualquier traducción se multiplican. Además, sintácticamente, emplea mucho las elipsis, rompe la lógica gramatical, para crear otras clases de ritmos, y juega con los dobles sentidos de las frases, de los versos. Su obra es tan rica que casi cada poema plantea varios problemas, y las soluciones que sirven para un texto no valen para otro".
Desde la publicación, en 2007, de su correspondencia (aún inédita en España), la figura de Hughes se ha ido reconstruyendo. Además, el ensayo de Janet Malcolm La mujer en silencio (Gedisa, 2003) también obliga a revisar la responsabilidad de Hughes en el fatal desenlace de la autora de Ariel. "No sólo tenemos mucha más información privada que antes era desconocida sino que sabemos la enorme presión que supuso para él mantener un digno silencio", asegura Christopher Reid, amigo, editor de la correspondencia y uno de los grandes expertos en su legado. Reid recuerda el brutal impacto que el poeta provocaba en quienes le conocían: "Más allá de lo evidente, su físico, Ted poseía una cualidad que le hacía enormemente atractivo, hipnótico incluso, y era su capacidad de atención cuando mantenía una conversación con alguien. Él escuchaba y hablaba como si su interlocutor fuera la única persona en el mundo. Se entregaba de una manera tan rotunda e intensa que todos los que le trataban se quedaban sorprendidos y fascinados con él. Aquello tenía que ver con su generosidad de espíritu, pero también con una manera muy particular de evadir esos juegos de miradas de las reuniones sociales que él rechazaba". "Las mujeres lo adoraban y los hombres lo envidiaban. Tanto las unas como los otros temblaban en su presencia", escribe Xoán Abeleira. Lo que parece evidente es que la poderosa personalidad de Hughes creó, al menos en sus dos mujeres suicidas, una fatal dependencia que derivó en celos, depresión y un insoportable vacío. Pese a todo, él siempre pensó que el final de Plath estaba escrito. Sobre el desenlace de su segunda mujer fue menos autoindulgente. Condenarle durante décadas como único culpable fue sólo una cruel osadía histórica.
Hughes creía en lo sobrenatural y quizá por eso la realidad se le fue de las manos. Él y Plath solían utilizar una tabla güija y él siempre llevaba un tarot. Reid cree que se trata de una afición fundamental para comprenderle con la que él nunca logró empatizar. Abeleira, sin embargo, afirma: "Hughes y Plath creían que un creador es una suerte de médium y de ahí su interés por el tarot, la astrología, el espiritismo y lo demás: también la psicología freudiana y junguiana. Para ellos la poesía era, como el arte, cuestión de fe".
Babelia
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