El euro en la encrucijada
No creo que imaginaran los fundadores de la Europa de Maastricht, animados por el entusiasmo de aquel momento fundacional, que ocho años después de la puesta en circulación del euro sus propias bases fueran a sufrir una conmoción de las proporciones alarmantes que hoy conocemos. De la probeta de Bruselas nació una moneda sin Estado, y lo que es más original aún, sin una política económica común de la que habría de ser su complemento.
Tan singular construcción ha venido cohabitando con modelos escasamente armonizados, al mostrarse Europa como un variado mosaico de formas de entender las relaciones entre capital y trabajo. Otro tanto ocurre con la política fiscal, todo un muestrario de estrategias de recaudación. Incluso en la imposición indirecta, aunque unido nuestro continente en torno al IVA, los más diversos tipos se aplican en los distintos países.
Es la hora de afirmar una unión de Estados capaz de defendernos del juego descarnado del capital
No debe haber alternativa, la moneda única no puede estar en juego
Se creyó entonces de manera visionaria que la dinámica del euro habría de provocar el acercamiento natural de las políticas presupuestarias nacionales. Dejando de lado los temores de los más ortodoxos, pensaron que para la circulación saneada de la moneda única bastaba la satisfacción de ciertos criterios de convergencia, estructurados en torno al llamado Pacto de Estabilidad. Y se confió la política monetaria a un Banco Central, cuya autonomía se proclamó como condición de la credibilidad del sistema.
Se realizaba así un gran sueño, coronando los logros de la unión aduanera y el mercado interior. El euro fue la consagración de un proyecto político que veía en Europa el motor de la economía occidental, apoyada en una moneda fuerte. Aquel sueño, que no compartieron los británicos, sigue vigente, aunque los más pesimistas lo dibujan hoy con tonos oscuros. El euro campeó por la economía mundial como una moneda pujante en tiempos de bonanza. Hasta que llegó la crisis para mostrarnos sus contradicciones al desnudo. Y ahora, a la vista de la penuria de algunos países, se piensa con nostalgia en el recuso a la devaluación que, sin embargo, ya no está a su alcance.
Grecia nos ha devuelto la conciencia de la realidad, reeditando los augurios de quienes reclamaron una integración económica como condición de la monetaria. Y una especie de gobierno central, arbitrado por la Comisión, como límite a la acción de los gobiernos nacionales. Hace medio siglo Buchanan auspició una economía constitucional, necesaria para someter al poder político a presupuestos equilibrados, con la garantía del control jurisdiccional. Europa, pese a presentarse como adalid de las políticas sociales de Occidente, se ha servido de estas recetas liberales. Singular resulta entrenosotros que sean instancias supranacionales las encargadas de decir a los gobiernos estatales lo que haya de hacerse y, sobre todo, no hacerse.
Hoy se habla del rescate de Grecia, cuna de nuestra civilización. Cifras fabulosas se manejan como solución a los males que aquejan al rincón suroriental de Europa. Habrá de sortear esta empresa los escollos de la llamada cláusula de bail-out, impuesta en el artículo 122.2 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que no permite tales medidas, salvo en casos excepcionales. Y ser capaz de explicarlas a quienes protestan por el uso de los recursos públicos durante los últimos años. No olvidemos que este país, junto a Irlanda, Portugal y España, se benefició del llamado fondo de cohesión, compensación a los sacrificios de austeridad impuestos para cumplir con los requisitos del Tratado.
Tras el tiempo transcurrido, y a la vista de la situación de los destinatarios del chorro de dinero, se impone lo evidente: la sobriedad en el gasto público, reconocida ya como condición de supervivencia del euro. Obligado es reconocer que no son tiempos para exigir estabilidad presupuestaria. Las cifras pavorosas del paro, la crisis financiera y la sangría incesante de empresas que cierran sus puertas describen un ciclo en el que sólo caben medidas keynesianas. Habrán de ser circunstanciales y aplicarse sabiendo que el futuro de la Unión supone el rigor, junto a un órgano vigilante e independiente y con la garantía del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Y sin distingos entre unas y otras naciones. No ha de reproducirse lo que ocurriera en noviembre de 2003, cuando triunfaron las políticas estatales de los dos grandes frente al conjunto. Ante la arquitectura ina-cabada del modelo, voces autorizadas reclaman ahora, y con razón, la creación de un Fondo Monetario Europeo como último baluarte del sistema.
Entretanto urge tomar medidas en el propio seno de la Unión. No son pocos los que se preguntan por la falta de respuesta inmediata ante una situación que empeora por momentos, y que representa una amenaza gravísima no solamente para Grecia, sino también para otros países, ya expuestos al azote de la tormenta, la agresión de los llamados mercados financieros. En lo inmediato, la hipótesis de una salida de este país de la llamada eurozona ha dejado de ser desgraciadamente algo remoto. Y sorprende que se deba acudir al Fondo Monetario Internacional para resolver un problema estrictamente europeo. A la vista de cuanto sucede se comprende que los griegos busquen ahora en vano las ventajas del cambio del dracma por el euro. Y de ahí al escepticismo generalizado sólo media un paso.
No debe haber alternativa, la moneda única no puede estar en juego. De su estabilidad y fortaleza depende el futuro de la economía europea, quizás el propio proyecto político. Han de tener razón los valientes creadores del euro, que confiaron en el principio del efecto inducido. Conforme a este patrón de la construcción de Europa, todo avance, por modesto que parezca, desencadena un proceso de integración imparable que habrá de llevarnos en este caso a una mayor unión económica. Hoy se impone la urgente respuesta al huracán, pero pensando en un futuro que, pese a los sempiternos agoreros y enemigos de esa gran esperanza que es Europa, está al alcance de nuestra mano. Los ciudadanos confían en la determinación de sus políticos y en su visión histórica, la que tuvieron los grandes que nos acercaron hasta aquí. Imprescindible resulta poner freno sin demora a los ataques especulativos que afectan ya al corazón de nuestro continente, la afirmación de una unión de Estados capaz de defender nuestros valores frente al juego descarnado del capital. Es la hora de la decisión. Europa la está esperando.
Joaquín González-Herrero, fiscal, es jefe de la Unidad de Consejo Judicial de la Oficina Europea de Lucha Contra el Fraude (OLAF).
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