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MANERAS DE VIVIR
Columna
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La piscina que no fue y otros deseos

Rosa Montero

Un día, teniendo yo 13 o 14 años, una amiga cuya familia había alquilado una casa de veraneo con piscina me invitó a pasar un mes con ella. En la España de entonces, disponer de una piscina era algo absolutamente extraordinario. A mí, que me gustaba tanto remojarme como a casi todos los chicos de esa edad, aquello me pareció una invitación al paraíso, lo más maravilloso que podía ocurrirte en la vida. Pero mi padre se negó a darme el permiso para ir, ahora ya no recuerdo en base a qué razones. Lo que sí recuerdo es la cena familiar en la que discutimos el asunto. "Se acabó, no se hable más, ya irás cuando tengas 20 años", dijo él. "Eso es muchísimo tiempo, no llegará nunca, no querré ir cuando tenga 20 años, esta es mi única oportunidad de tener una piscina en casa, si no lo hago ahora no lo haré nunca", contesté, llorando amargamente, ya segura de su negativa y horrorizada ante un horizonte temporal que a mí me parecía tan lejano como Marte. Mi padre se echó a reír, divertido ante mi total incapacidad para comprender el transcurrir del tiempo, y, con ternura, explicó: "Ya verás que sí, tus veinte años llegarán corriendo y habrá muchas más piscinas en tu vida".

"Los deseos son luminosos, volátiles; pero si los intentas agarrar, a menudo se desbaratan"

Con ternura, sí, pero erróneamente.

Ya sé que este tipo de recuerdos se suelen contar para explicar una lección magistral dada por alguno de los progenitores o de los abuelos; para mostrar, en fin, una redonda perla de la sabiduría de los mayores. Un hito educativo. Y desde luego yo creo que, con la edad, se aprenden muchas cosas y que, en general, uno se hace más sabio. Además, lamentaría que esta anécdota estuviera fomentando la malísima costumbre de malcriar a los niños y cumplir todos sus deseos, incluso antes de que abran la boca para formularlos, una práctica que me temo que está bastante en boga últimamente. Pero el caso es que aquella vez mi padre se equivocó. Es verdad que el tiempo pasó a una velocidad desesperantemente supersónica; y también es cierto que hubo muchas más piscinas en mi vida. De hecho, en los últimos 25 años he vivido en urbanizaciones que disponían de una. Pero se da la circunstancia de que ahora detesto las piscinas, hasta el punto de que, en estas dos décadas y media, debo de haber ido una docena de veces como mucho. De modo que la niña que fui tenía toda la razón cuando decía que ésa era su única oportunidad en la vida de disfrutar de aquello. Me perdí para siempre aquel pequeño y simple paraíso.

A veces tengo la melancólica sensación de que las cosas en la vida tienden a venir a destiempo. De que la realidad está organizada por un programador loco que lo ordena todo a contrapelo. Y no sólo sucede con los objetos materiales: a menudo ocurre también con las relaciones. Por ejemplo, no es raro que, en una pareja, cuando uno ama más, el otro ame menos; y cuando el que amaba menos por fin ama más, el que amaba más ya está en otra cosa. Es decir, un lío.

Y es que desear siempre es un lío. Los deseos, ya se sabe, son problemáticos. Si no los consigues, pueden llenarte de frustración hasta amargarte la vida. Pero, si los haces realidad, a veces es peor. Ya se sabe que cumplir un deseo puede ser catastrófico; como decía Santa Teresa, "se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas". Al lograr tu sueño puedes darte cuenta de que no te aporta nada; de que no sabías lo que era; de que no lo deseabas en realidad; de que tu vida se queda vacía sin ese anhelo; de que has malgastado años y energías en una quimera… Los deseos son como las mariposas, luminosos, hermosos y volátiles; pero si los intentas agarrar, a menudo se desbaratan, dejándote entre los dedos un polvillo pardo y un bichejo muerto bastante asqueroso.

Por eso, por esa enloquecedora falta de fiabilidad de los deseos, por su infinita capacidad para herirnos de una manera u otra, es por lo que algunas religiones y filosofías orientales preconizan su rechazo. No desear y así no sufrir. Pero los occidentales pensamos que el deseo es el motor de la vida, y que la paz que puedes alcanzar al prescindir de él se parece demasiado a la tranquilidad de un cementerio. Tal vez el quid de la cuestión consista en desear dentro de nuestro horizonte. Desear lo que podemos razonablemente obtener, lo que podemos abarcar. Disfrutar del hoy y del aquí, de los pequeños gozos, como la piscina a los 13 años. O sea, conseguir esa especie de tautología emocional que consiste en aprender a desear lo que uno tiene. 

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