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Reportaje:

Obama antes de Obama

Iker Seisdedos

Puede que el 4 de marzo de 2007 no fuera sino otro día extraordinario en el extraordinario ascenso hacia la grandeza de Barack Obama. El joven senador de Illinois se dirigía en el interior de la capilla Brown, en Selma (Alabama), a una audiencia nutrida por negros del Sur, seguidores de su recién estrenada carrera presidencial, cuando, en medio de uno de sus memorables discursos, dijo con esa voz grave, tranquilizadora como la contemplación de un amanecer soleado: "Ese puente que hay ahí fuera quiso ser cruzado por hombres negros y blancos, llegados del Norte y del Sur, por adolescentes y por niños que se propusieron atravesarlo juntos, pero no pudieron. Como Josué se vio empujado a terminar el viaje iniciado por Moisés, así nosotros estamos obligados a hallar el camino al otro lado del río".

Quién sabe si Luther King imaginó no sólo a un hombre negro, sino a un idealista en la casa blanca
"Era como un sueño andante", explica un amigo de sus primeros balbuceos políticos en Illinois

El puente era, en un fenomenal gesto cargado de significación histórica y política, el Edmund Pettus Bridge, que cruza sobre el turbio cauce del Alabama a la altura de Selma, lugar de tormentosas resonancias racistas. El infausto Domingo Sangriento de 1965, la policía impidió brutalmente que un grupo de manifestantes pacíficos marchara sobre él con el fin de promover la igualdad en el voto para negros y blancos. Poco antes, en la misma capilla del discurso de Obama, el reverendo Martin Luther King había sentenciado que Selma estaba llamada a "convertirse en el símbolo de la amarga resistencia del movimiento por los derechos civiles en el Sur profundo".

Quién sabe si King, tipo inclinado a soñar, se atrevió a imaginar, no ya a un hombre negro, sino a un verdadero idealista en la Casa Blanca (adivinar los sueños es, después de todo, una de las formas más baratas de periodismo). Y, sin embargo, David Remnick, autor de la biografía The bridge (El puente), publicada esta semana en Estados Unidos (a España no llegará hasta octubre de la mano de Debate), considera que en aquel día (que obviamente no era otro cualquiera), la quimera llamada Barack Obama se hizo enteramente posible; la alternativa de Hillary Clinton, hasta entonces con más predicamento entre la comunidad negra meridional, quedó en cierto modo desactivada, y el camino a la victoria, allanado para su contrincante. "En Selma, Obama se preparó para nombrarse el heredero de la más dolorosa de las luchas americanas, la lucha de la raza", escribe Remnick en los primeros compases de una obra monumental en ambición y en páginas (más de 800).

La explicación a por qué un libro sobre un personaje que coquetea cada día peligrosamente con la sobreexposición mediática es el lanzamiento de no ficción más esperado de la temporada en Estados Unidos hay que buscarla en el prestigio de su autor. David Remnick es director de la revista The New Yorker, boletín oficial de la progresía de la costa Este y del periodismo de calidad. Cierto es que tiene peor explicación cómo ha sido capaz de simultanear su impecable trabajo, que ha llevado a la publicación a aumentar sus suscriptores en medio de la peor crisis de la prensa, con la escritura de un titánico empeño como El puente.

Premio Pulitzer en 1994 con La tumba de Lenin (fruto de sus experiencias como reportero en los estertores del comunismo), Remnick reconstruye con minuciosidad "la vida y el ascenso de Obama", como reza el subtítulo. Y lo hace desde mucho antes de su nacimiento. Su historia arranca en los prolegómenos de la experiencia y las tribulaciones del "negro americano" y llega hasta el 20 de enero de 2009, cuando juró su cargo como presidente y devino el primero de los suyos en ocupar la Casa Blanca.

El resultado es la versión enriquecida de uno de esos perfiles brillantemente construidos por los que es célebre The New Yorker. Un retrato hecho a partir de centenares de entrevistas, incontables horas de documentación, consulta de clásicos de historia de los derechos civiles y viajes a los escenarios de la vida de Obama (de Nairobi a Honolulú; de Los Ángeles a Nueva York o Chicago). Acaso por eso mismo, El puente, cuyo germen está en un artículo titulado La generación Josué y publicado en la revista, también se puede leer como un tratado sobre las esencias del periodismo de calidad, por más que tal cosa suene a asunto del pasado.

Pero ¿Qué aporta realmente esta obra a la abundante literatura sobre Obama, alguien que se desnudó en una autobiografía, Los sueños de mi padre, cuando apenas contaba 30 años y antes de coquetear siquiera con la idea de presentarse a un cargo público? ¿Queda algo por decir sobre un líder que ha basado parte de su éxito en la transparencia de convertir su experiencia de desarraigo, de confuso cruce de herencias, en una fuente de identificación para los votantes de un mundo global y mestizo? Remnick, demócrata convencido y claramente un tipo fascinado con la figura del presidente pese a todo, vence las reticencias aportando innumerables anécdotas. Desde nimios apuntes de reportero perfeccionista hasta el relato de aquella madrugada de 1970 en que Barack el estudiante decide tras una noche de "juerga dura" replantearse las cosas al ritmo de los latidos de su corazón y el tic-tac del reloj, en un recuerdo que mezcla "Sinatra con Sartre". También ofrece nuevas interpretaciones sobre episodios miles de veces plasmados, arroja luz sobre todo lo referente al protagonista (desde la historia de Hawai hasta el tratamiento que la comedia ha dado a lo largo de un siglo a la sola idea de un presidente de color) y, sobre todo, construyendo un sólido relato político e intelectual de las ambiciones de Obama, que emparenta con la trágica y apasionante historia de la lucha por los derechos civiles. Uno de los aciertos de Remnick es precisamente colocar a Obama como el heredero de algunos de los héroes de la causa negra, como Frederick Douglass, Malcolm X, James Baldwin y hasta el incómodo Jesse Jackson. Aunque no como el mero continuador de una tribu. A diferencia de ellos, escribe el periodista, Obama ha sido capaz de hacer de su naturaleza birracial ("Soy hijo de un hombre negro de Kenia y de una madre blanca de Kansas", era un arranque predilecto a sus discursos) "una metáfora capaz de tentar a los americanos a acompañarle en su gran empresa de progreso político y moral".

Y sí, uno llega a convencerse de que sobre El puente habitan todos los Obamas posibles. El superdotado orador, el esforzado jugador de baloncesto fan de Julius Erving, el no tan brillante estudiante, el desarraigado incapaz de mantener las amistades, el mujeriego intermitente, el tipo que lleva en la primera cita a Michelle Robinson, su futura esposa, a ver Haz lo que debas, de Spike Lee, el ocasional fumador de marihuana que, este sí, inhalaba el humo, el político que no acude a votar un día decisivo en el Senado porque una de sus dos hijas tiene fiebre o el hombre desesperado por reconciliarse con su pasado, hasta el punto de construirlo si hace falta.

"Cualquiera que haya leído las memorias de Obama, cualquiera familiarizado con sus discursos en campaña, conoce los hitos vitales que siempre eligió enfatizar", escribe Remnick. "La madre idealista que, siendo madre soltera, se alimentó de cupones de comida o peleó con los seguros médicos para acabar muriendo de cáncer a los cincuenta y pocos; los educados abuelos del Medio Oeste que lo criaron; su lucha interna con la raza y la identidad cuando era un adolescente y un joven; sus trabajos por la sociedad en el infierno de la parte sur de Chicago. Los que estén familiarizados con la historia de Obama también sabrán entonces que se esfuerza en poner menos énfasis en otra parte crucial, el hecho de que se educara en instituciones de élite que, a la postre, también formaron su carácter".

Pese a todo, el Obama que domina tras la lectura de El puente a los demás es ese al que todos, en un momento u otro, subestimaron. Nadie creyó que un senador de cortísima experiencia se atrevería a lanzarse a la carrera presidencial, y mucho menos que la ganaría dejando tras de sí cadáveres tan exquisitos como los de los Clinton o John McCain. Pocos lo vieron claro cuando el candidato John Kerry encomendó en 2004 a un novato dictar el discurso más importante de la muy importante Convención Demócrata, y, sin embargo, salió convertido en una verdadera estrella y la casi única esperanza de cambio del partido. Y muy pocos daban un duro por él, tras su primera (y única) derrota en unas primarias demócratas en 2002. Aunque quizá no sea necesario remontarse tanto... ¿Cuántos conservaron durante todo el zigzagueante proceso legislativo la convicción de que podría sacar adelante el mes pasado la reforma sanitaria? Ni siquiera el propio Remnick, que bautizó sus melancólicas maniobras en The New Yorker como "El año perdido de Obama", cuando la iniciativa atravesaba su momento más aciago.

La justificación velada que el libro ofrece al temple y a la inquebrantable convicción que guían al gran hombre no reside tanto en la ambición del político (que también) como en el hecho de que Obama es el producto de un denodado esfuerzo de afirmación personal, de búsqueda de una propia identidad que, forjada tras muchos desvelos, no piensa dejarse doblegar ante la primera dificultad.

Y eso se debe, sobre todo, a la experiencia que más marcó a Obama: el proyecto fracasado de familia en la que le tocó nacer. "Una familia multiconfesional, multilingüe y multicontinental", escribe Remnick. "Tiempo después, como político, la usaría para pedir a los votantes que lo viesen como un ejemplo de la diversidad americana".

La de la madre, concluye el autor, siempre fue una figura afectuosa aunque distante, ocupada en su propia vida en Indonesia. El padre, un keniano ilustrado emigrado a Estados Unidos, casi siempre ausente, fue descrito en cierta ocasión por el propio Obama, según recuerda el libro, como un "mujeriego ocupado en tantos asuntos", "con un historial a sus espaldas de cuatro mujeres e incontables novias", "que no parecía disponer de tiempo para nada". Un tipo "pendenciero", escribe Remnick, un conductor temerario que en 1965 causó la muerte de su copiloto en un accidente de coche y al que, sin embargo, Obama apreciaba hasta el punto de construir sus tempranas memorias como un canto a su esfuerzo por abandonar el destino que le estaba reservado en el África de los procesos de independencia.

En 'LOS Sueños de mi padre', Obama cuenta que en un viaje con destino final en Kenia sintió "cierto desencanto" al conocer París, Londres y Madrid (donde creyó descifrar en una plaza "las sombras de De Chirico"). Sólo halla solaz en su periplo español cuando se encuentra, camino de Barcelona, con un senegalés hispanohablante: "Mientras bajábamos por las Ramblas", escribe el futuro presidente, "me sentí como si lo conociese tan bien como a cualquier otro hombre, y que, pese a venir de extremos opuestos del mundo, estábamos haciendo el mismo viaje". Remnick está de acuerdo: "La escena" no resulta "demasiado convincente".

Pese a la evidente idealización de sus raíces kenianas (en un momento de El puente se describe con cierto bochorno el "nexo" que le une con su abuela paterna, habitante de la remota aldea de Kogelo), los verdaderos responsables de su educación fueron los abuelos maternos (blancos) en Hawai. De ahí que la niñez de Barry (así le conocían entonces) transcurriese entre la confusa asimilación de una herencia bipolar y el hecho de que en ese universo, a cinco horas en avión del convulso continente de los años sesenta y setenta, los asuntos raciales se hacían sólo presentes con una levedad típicamente insular.

El autor atribuye también a su educación parte del carácter conciliador de Obama, quien desde joven se mostró poco dado a las confrontaciones. Escribe Remnick: "Su estilo delicado y desesperado por hallar el consenso se convertiría en fuente de bromas entre sus amigos de la Universidad de Harvard [de la que salió graduado cum laude en Derecho]. Solían ir juntos al cine y vacilaban a Obama parodiando lo solícito que podía llegar a ser. '¿Te puedo ofrecer sal para tus palomitas? Es más ¿Estás realmente seguro de que quieres palomitas?". El retrato no debe, con todo, inducir a engaño. El joven Barack ya era en sus tiempos de estudiante un tipo ambicioso. "Daba la sensación de que estaba capacitado para llegar a presidente del mundo", recuerda en el libro un compañero de bufete en Chicago. "Como mínimo, se sabía dispuesto a presidir Estados Unidos. Era como un sueño andante", explica Al Kindle, amigo desde sus primeros balbuceos políticos en el Estado de Illinois.

Es más o menos en la época previa a la única derrota que nunca sufrió -frente a Bobby Rush, en las primarias demócratas de 2002 al Congreso- cuando emerge el Obama decidido a superar todos los obstáculos. Un mes después del varapalo electoral, el joven político viajó a la Convención de Los Ángeles, sólo para descubrir que la American Express no le funcionaba al tratar de alquilar un coche y que carecía de acreditación para el magno evento. Tuvo que verlo a través de unas pantallas. Lejos de arredrarse, cuando muchos habrían interpretado esos hechos como señales para retomar la carrera como abogado no excesivamente brillante que había dejado aparcada, Obama lo convirtió en el inicio de un proceso que cristalizaría en la convención demócrata de 2004. En esa cita, Obama hizo historia con un discurso que lo catapultó a la escena política nacional.

Aquel día, como todos desde que la pareja -él, un abogado prometedor; ella, una becaria talentosa- se conoció en el verano de 1989, Michelle estaba allí. El libro no cuenta demasiados detalles sobre la relación de ambos, que desembocó en boda en 1992. Sí se detiene algo más en el romance ("Suena demasiado bien para ser verdad", dijo ella a un amigo; "está buena", opinó Barack). Del retrato de Remnick se desprende que en la pareja, además de "verdadero amor" y dos hijas, existe un compromiso por parte de Michelle de sacrificarse para contribuir a lograr la consecución de las altas metas reservadas a Obama.

En la campaña electoral de noviembre de 2008, documentada a lo largo de doscientas páginas, el personaje de Michelle cede ante el empuje del asesor David Axelrod, el escritor John Favreau y el omnipresente teleprompter, una especie de apuntador electrónico empleado en televisión. "Esa era toda la compañía que precisaba Obama para ensayar", escribe Remnick, "sus históricos discursos". Como aquel que pronunció en Filadelfia para atajar la polémica de su lejana asociación con el beligerante pastor Jeremiah Wright, de la Iglesia Negra Trinitaria del sur de Chicago, o el de aceptación del cargo de presidente de EE UU, una radiante aunque gélida mañana de enero de 2009.

Remnick abandona su relato con Obama convertido en el piloto capaz de mirar al horizonte por encima del timón de los momentos históricos. En el lugar exacto para sus intenciones, cabría decir, justo antes de que el gran hombre se ponga a la desagradable tarea de convertir las promesas en realidades.

Pero antes, el reportero no evita una última referencia al puente del título -ay, el a veces inevitable recurso periodístico del cierre circular-. El hombre tras la idea de colocar a Obama en el escenario y en la perspectiva histórica de la capilla de Selma fue John Lewis ("el activista por los derechos civiles vivo que más admiraba Barack").

El asunto no es casual. Lewis fue uno de los protagonistas del Domingo Sangriento de 1965. Aquel día recibió los salvajes golpes de la policía racista y pronunció un emocionante discurso. Como muchos negros estadounidenses, tardó en pasarse al bando del candidato, seducido por Hillary y la creencia de que Bill Clinton fue lo más parecido a un mandatario negro que el país nunca tendría. Pero cambió de idea. Y en cierta ocasión escribió: "Barack Obama nos esperaba al final del puente de Selma".

Cuando las velas de la celebración aún humeaban en los salones de Washington, el flamante 44º presidente de Estados Unidos se acercó en medio de la fiesta a Lewis y le escribió una nota en un papel:

"Esto te lo debo a ti, John. Barack Obama".

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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