Museos leídos
En un libro de amor, El museo leído (Fonaments, 2009) Miguel Catalán y Fernando Ros han reunido parejas de pintores y escritores para que los segundos se dejaran inspirar por algún cuadro firmado por los primeros. Las bodas juntan a Ingres y Baudelaire, Arcimboldo y Barthes, Fuseli y Borges, Brueghel y Benet, Magritte y Foucault, Manet y Bataille, Goya y Bozal, Bacon y Deleuze, Baldung y Azúa, entre otros.
No siempre, desde luego, la copula-ción sale bien pero el libro vale para experimentar la facilidad y la dificultad de traducir un arte en otro y comprobar de qué modo la vista del sujeto hace mella en el objeto, lo mata o lo hiere o, dulcemente, lo alza de su estampa en dos dimensiones y le confiere una respiración que es la contrapartida de su aliento.
El buen cuadro, el buen poema son sucesos sin más comentarios que su composición
En la historia, siendo como es la historia, ha habido de todo. Pintores que oyendo una sinfonía han hallado un color o poetas que viendo una escultura han perfilado un poema. Hay, no obstante, en esta heterosexual comunicación de géneros un elemento que siempre huele mal. Y el tufo proviene de lo que puede haber de copia en las inspiraciones que no siempre responden a la idea de un soplo o de una iluminación. Más bien, gran número de inspiraciones son efecto de no poseer oxígeno y en consecuencia acercarse a olisquear sobre el cuerpo de otro.
Este libro, por tanto, que trata de presentar una conversación entre la contemplación y la transcripción hace notar que quien de verdad ofrece algo interesante lo consigue mediante el olvido de lo que ve. Nada es más sugestivo que lo entrevisto, lo vislumbrado o lo adivinado, mientras, como sucede con el conocimiento exhaustivo de una ciudad, un paisaje o una pareja, la creación se embota o rebota en el mismo objeto que no se ha guardado nada sin desnudar.
No hace mucho que en el Museo Thyssen se celebraban unas conferencias los sábados por las mañanas bajo el rótulo de El cuadro del mes. Nos permitían pasearnos por las salas semanas antes y, al final, escogíamos un cuadro para redactar unos folios bajo su advocación. Yo escogí un cuadro de Sargent, el de una señora rica y hermosa vestida de verde esmeralda y de la que, naturalmente, no recuerdo el nombre porque no escribí en realidad de esa mujer, sino de la que para mí era visible en lo que no se veía.
"Un cuadro bien compuesto es un todo encerrado desde un solo punto de vista", escribió Diderot. Ese punto de vista, invisible al principio, constituye la clave de la creación, y la composición atinada decide el aura del cuadro, tal como el alma (invisible) determina el aire de la vida.
Nada importante se ve a primera vista. O bien, toda primera vista de un cuadro importante genera un efecto irracional, la sensación de un asombro o un accidente. No importa que la idea de la composición mágica se refiera a la pintura realista o a la pintura abstracta. El cuadro bien compuesto crea un mundo cuyo sentido se obtiene no del tema -el tema es lo de menos-, sino de su capacidad para convertirse en fetiche.
Así, todo intento de recrear lo hecho crea otro hecho, en el supuesto de que salga bien. Por ello este libro, El museo leído, vale en cuanto su accidente y sin importar que los cuadros elegidos sean o no "bonitos". Los cuadros bonitos vienen a ser, casi sin excepción, copia de algo pre-visto, confirmaciones sentimentales de una experiencia que gusta de ese modo porque -aunque no lo recordemos- habita en nuestro interior.
Así fue mi experiencia de la mujer verde de la mujer de Sargent. Así ocurre siempre en el buen cuadro, en la buena música o en el buen poema. Son sucesos o accidentes, sin más comentarios que su composición. O su desintegración.
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