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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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La escena de la ducha

Manuel Rodríguez Rivero

Quizás a ustedes también les ocurra. A medida que pasa el tiempo, pierdo la memoria de películas y novelas que me han gustado, incluso de las que he visto o leído más de una vez y han llegado a formar parte de mi canon. A menudo recuerdo, en el mejor de los casos, su tema y, curiosamente, dos o tres detalles (a veces insignificantes) muy concretos que se han quedado encastrados en algún lugar de mi conciencia como epifanías sin brillo, vestigios enigmáticos y psicoanalizables de una historia que se apoderó en otro tiempo de mi atención. De Madame Bovary, por poner un ejemplo, sólo podría contar su trama en líneas muy generales, pero me acuerdo con misteriosa y rotunda nitidez de dos imágenes que (lo he comprobado) no ocupan más de tres líneas cada una. La primera es la de un enjambre de moscas que rodea a Emma y a León durante su paseo en un día soleado; la otra es la del vómito negro que brota de la boca de la protagonista tras su muerte (y que más tarde Faulkner utilizará en Santuario para referirse al olor de Popeye, el violador de Temple Drake).

Todo en 'Psicosis', obra maestra de Hitchcock que cumplirá en junio sus primeros 50 años, ha adquirido enorme valor icónico

Con el cine es aún peor. De muchas películas que me gustan sólo recuerdo escenas inconexas o -aún más extraño- unos pocos motivos sin importancia: el estampado de una camisa del Sr. Rubio (Michael Madsen) en Reservoir dogs, una sonrisa incrédula y desencantada del personaje que interpreta Madeleine Stowe en Short cuts, un teléfono sonando en Las diabólicas. Si las vuelvo a ver, la historia se demora un rato en hacerse reconocible (en cierto sentido es una ventaja), pero los detalles que se me habían grabado siguen ahí, exactos, obstinados, catalizando absurdamente en torno a ellos significados y obsesiones de las que no soy consciente.

De Psicosis, la obra maestra de Hitchcock que pronto (en junio) cumplirá sus primeros 50 años, recuerdo casi todo. Y no porque la haya visto muchas veces (aunque, en todo caso, menos que otras que tengo medio olvidadas), sino porque todo en ella ha adquirido enorme valor icónico. Estos días la he revivido en mi memoria mientras hojeaba The moment of Psycho (Basic Books), de David Thomson, un exhaustivo ensayo en el que se analizan los más variados pormenores que afectaron a la película y a su difusión y recepción. Por supuesto, entre la multitud de asuntos y motivos que permanecen vivos en mi recuerdo, destaca la famosa escena de la ducha: esos 78 planos magistrales y vertiginosos (poco más de 45 segundos), subrayados histéricamente por la música de Bernard Herrmann, y cuya duración se me antoja eterna. Leyendo estos días sobre la película aquí y allá, me he enterado, entre cosas menos triviales, de que la apariencia de la sangre se consiguió con chocolate líquido, o de que el sonido del cuchillo desgarrando la carne de la arrepentida ladrona Marion Crane se logró apuñalando repetidamente un melón. Y también de que la secuencia en que la protagonista aparece echando agua al váter para deshacerse de un papel (primer plano del inodoro, sonido del agua) fue, junto con la escena poscoital y adúltera del arranque de la película (con la excitante Janet Leigh en ropa interior), las que mayores reticencias provocaron a los censores.

La escena de la ducha, con la sucesión eléctrica de cada uno de sus planos sincopados, permanece en el recuerdo de todos los que alguna vez la vimos: el cuerpo ya exangüe de Marion recortándose contra los azulejos del fondo, los enganches de la cortina desprendiéndose uno a uno con sordos chasquidos, la sangre mezclada con agua desapareciendo para siempre por el sumidero. Qué fuerza la de esas imágenes. Y qué vivas siguen, tantos años después, en el caprichoso océano de la memoria.

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