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La muerte de un grande de las letras | Una evocación sentimental
Columna
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Querido amigo

Llega un momento de la vida en que descubres que eres -o los demás creen que eres- historia. Se admiran de la gente que habrás tenido ocasión de conocer, y te preguntan por tus coetáneos -Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma o Julio Cortázar- como si bucearan en la intimidad de Unamuno o de Valle-Inclán. Y llevan razón al suponer que, sobre todo como editora, he estado en contacto con hombres "importantes", con "grandes escritores", pero deben saber que no he conocido a muchos "grandes hombres", escritores o no, porque no abundan, y que he tenido un número también reducido de "grandes amigos".

Miguel Delibes era un escritor enorme, y era también una persona extraordinaria y un extraordinario amigo. Creo que nuestra amistad empezó el día que nos conocimos a principios de los sesenta cuando, jovencísimos editores, fuimos mi hermano Óscar y yo a pedirle un libro para la colección Palabra e Imagen. Durará hasta el día en que yo muera.

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Miguel era una de las rarísimas personas que se interesan de verdad por los demás, una de las rarísimas personas que te escuchan y que intentan ayudar. He dicho y he escrito muchas veces que a todos nos afectan poco las catástrofes que tienen lugar en Asia o en América Latina, que a nadie le quita el sueño el holocausto a que parece condenada África. Pues bien, quizás a Miguel estas realidades lejanas y presuntamente ajenas sí le amargaban algunas noches. Tenía un fino sentido de la injusticia y un profundo deseo de honestidad. Y a mí me gusta que su bondad y su generosidad y su tolerancia no signifiquen inocencia o desconocimiento o ingenuidad. Miguel sabía bien en qué mundo vivíamos, y sobre todo en sus últimos años, cuando se rebelaba contra una vejez y una enfermedad que hasta donde yo sé no aceptó jamás, sus juicios sobre hechos y personas eran tajantes y duros. Yo pondría la mano en el fuego por su profunda bondad, pero no le definiría como "bondadoso".

Era tan poco mitómano que no conservaba siquiera los originales de sus libros, escritos siempre a mano. Ángeles, su mujer, me comentó que a veces se utilizaban las hojas para envolver los bocadillos de los niños, y me regaló el original del que yo había publicado en Lumen, La caza de la perdiz roja. Si no compartía la egolatría de tantos autores, todavía era más excepcional su relación con el dinero. En los años sesenta, los autores, excepto Cela, apenas hablaban de dinero. No estoy segura de que fuera positivo, pero todos hablábamos poco de dinero. Y con Delibes, aunque tenía que mantener a lo que a mí me parecía un montón de hijos, y aunque no podía dedicarse todavía sólo a su obra, porque tenía que dirigir El Norte de Castilla, no recuerdo haber mencionado casi el tema. Pero lo excepcional no es esto, sino que, hasta los ultimísimos años, en lugar de recurrir a un agente literario, que hubiera multiplicado por mucho sus anticipos y sus royalties, siguió editando en Destino, por fidelidad a Vergés, uno de sus amigos, sin ni molestarse en echar cuentas. Una tarde, en un acto editorial, me apartó de los demás, para comentar escandalizado y divertido: "¿Sabes que aquí hay un loco que me ha ofrecido tal cantidad por mi próximo libro?". Le parecía la fantasía de un chiflado, y lo curioso del caso es que la oferta, completamente en serio, la hacía el grupo editorial al que yo pertenecía. No me creyó cuando se lo dije.

Fiel sin reservas a los suyos, podías confiar en él a ciegas. Creo que nos trataba con un cariño y un respeto parecido al que sentía por sus hijos. No me falló nunca. Siempre me recibió con cariño, siempre dispuso de todo el tiempo para charlar de todo o de nada. En los momentos difíciles en que mi hija Milena luchaba por sacar adelante una editorial y en que un título suyo significaba mucho para nosotras, nos dio los derechos de unos relatos que no tenía previsto editar. Fue un generoso y desinteresado gesto de amor.

Gracias por haber existido, Miguel, por la obra literaria que nos dejas, por haber conseguido que lamentemos tu muerte como una pérdida para los que te hemos querido, pero también como el punto final, la culminación, de una historia tan rica, tan completa, como la mejor de tus novelas.

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