_
_
_
_
Reportaje:

Las neuronas de la caja tonta

Toni García

Vale, los buenos siempre ganan, y los malos siempre reciben lo que se merecen. Muchas gracias ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Que ya estamos creciditos, ¿eh? Buscamos algo distinto. Si todo eso que predican fuera verdad, algún ex presidente de este país estaría ahora mismo en la cárcel". Alan Ball (Atlanta, 1957), café en mano, clama contra la podredumbre de las cadenas generalistas estadounidenses cuando se le pregunta por qué así, de sopetón, la televisión parece el súmmum, la meta, lo máximo a lo que un creador como Dios manda puede aspirar. "Hace más o menos una década, a alguien se le ocurrió que a lo mejor el modelo de negocio que promulgaban las grandes cadenas de televisión no funcionaba como debería, que había que impulsar otros sistemas de gestión. De repente descubrimos que el cable podía ser una apuesta tan buena como la que ofrece el formato tradicional. ¿Revolución? Puede ser. Yo diría que mientras unos decidieron apostar por el riesgo, otros empezaron a encerrarse en su burbuja y a facturar productos cada vez menos relevantes, creyendo que así estarían a salvo. Obviamente, la filosofía ha resultado ser absurda, y la verdad es que no me importaría ver desaparecer a las grandes cadenas [risas]. Amigos, así es la vida".

El exabrupto "que se joda el espectador medio" parece estar de moda
"El mérito no es tanto de la gente del medio, sino de la propia televisión"

La oficina de Ball está forrada de diplomas, menciones y premios (aunque la estatuilla a mejor guión que ganó en los Oscar de 2000 por la película American beauty no se ve por ninguna parte). Al otro lado de la puerta, donde su asistente se pelea con una montaña de papeles, el teléfono no para de sonar. Desde que, hace nueve años, este sureño bordó su nombre en el inconsciente de todos los aficionados a la buena televisión con la serie A dos metros bajo tierra, su apellido se ha convertido en garantía de éxito. Ball forma parte de esa élite de creadores empeñados en reivindicar un medio que hasta hace apenas una década encajaba golpes como un boxeador incapaz de resistir los envites de la mediocridad.

Pero el padre de True blood (otra serie llamada a sentar cátedra) no llegó solo a la guerra. Le acompañaban otros nombres ilustres: David Milch (Deadwood), Ryan Murphy (Nip & Tuck, Glee), David Chase (Los Soprano), Shawn Ryan (The Shield) o quien podría ser el Padrino del sector, un hombre llamado David Simon (Washington, 1960), creador de lo que para muchos es el Santo Grial de la caja tonta: The wire.

"¿Francamente? Me importa un pito lo de Jay Leno [uno de los presentadores estrella de la NBC, ahora con graves problemas de audiencia], o el fracaso de la televisión convencional, o que no sepan qué hacer con sus respectivas parrillas. Como escritor de dramas, lo único que quiero es ver más series dramáticas en la pequeña pantalla, más calidad, más coraje. Estoy harto de que todos traten de cubrirse las espaldas invirtiendo cada vez menos esperando lograr más. Eso se acabó". Simon es un hombre con fama de no tener pelos en la lengua y de ser poco amigo de los rodeos, las medias verdades o el peloteo: "¿Sabes lo que de verdad me preocupa y una de mis obsesiones cuando se trata de televisión? Todo ese rollo de los políticos cuando hablan de la verdadera América, la América de los valores la America rural. Lo cierto es que el 80% de los americanos vivimos en ciudades y entornos urbanos. Ésa es la gente que me importa, y desde que empecé he escrito para ellos". El ex periodista reflexiona sobre todo ello en una habitación de un hotel de Pasadena, donde cada seis meses se celebran los TCA, unas jornadas organizadas por la prensa del sector para pasar revista a las novedades. Si de algo puede presumir Simon es de haber arrastrado hasta el medio a una marea de escépticos para los que la tele era un enemigo, la idiotez al cuadrado. "No lo sé, la verdad es que no tengo ni idea de lo que conseguimos o dejamos de conseguir. Creo que nosotros hicimos la serie que buscábamos. La hicimos exactamente como queríamos. Nunca tuvimos que cambiar ni una maldita línea, ni amoldarnos a nada ni nadie".

"¿Que si yo creo que he cambiado la televisión? Eso no es una pregunta para mí. Lo que puedo decirte es que, antes de santificarme, te leas lo que escribieron del episodio piloto de The wire [las críticas primerizas de la serie la tachaban de "aburrida" y "sin futuro"], sólo para que lo tengas claro", prosigue el ex periodista del Baltimore Sun.

El famoso exabrupto de Simon, "que se joda el espectador medio", parece estar ahora de moda. "Nos equivocamos si creemos que haciéndolo todo más simple captaremos más atención, del mismo modo que nos equivocamos cuando creemos que todo es para todo el mundo. El espectador no puede condicionar la escritura: si el producto es bueno, la audiencia responderá; pero incluso si no es así, uno debe hacer las cosas tal como cree que deben hacerse", insiste el de Washington, que está a punto de estrenar su nueva propuesta para HBO, Treme, un retrato de lo que significó el paso del huracán Katrina para la ciudad de Nueva Orleans. "Esta serie no tiene nada que ver con lo que he hecho anteriormente. Creo que lo mejor de escribir para televisión tiene que ver con la posibilidad de meterte en cualquier mundo, por específico que éste pueda parecer, y de desarrollar tu idea sin prisa".

Ball está de acuerdo: "El cambio se produjo cuando las personas que trabajaban en televisión se dieron cuenta de que el medio no era ninguna limitación ni una ventaja, y que haciendo productos atrevidos, innovadores, valientes o hasta descabellados se abría un hueco que hasta ese momento no existía. Desarrollar un proyecto sin preocuparte de que en cualquier momento alguien te llame y te diga que ya puedes ir haciendo las maletas es algo fabuloso. Y algo de eso se ha conseguido en los últimos 10 años aproximadamente, gracias a ese cambio que comentaba antes".

Lo cierto es que hasta la llegada de lo que podríamos llamar insurgencia, representada por los nombres propios antes mencionados y por algunas cadenas, pero especialmente por HBO, la televisión era un cementerio de elefantes. "A mí me encanta el cine, pero en televisión me encuentro muy cómodo, y creo que algunos de los mejores escritores del mundo del espectáculo se encuentran ahora en el sector. Mira Mad Men, Breaking bad o South Park; son magníficos ejemplos de lo que puede hacerse en televisión sin renunciar a nada", prosigue Ball.

La contribución europea al universo catódico, aunque más humilde, tampoco es desdeñable (más bien al contrario) y lleva sello británico. "No sé si cambiamos algo, pero demostramos que podía hacerse algo distinto", dice Stephen Merchant (Bristol, 1974). En 2001, Merchant y su socio, el actor Ricky Gervais, le dieron la vuelta al mundo de la comedia televisiva como si fuera un calcetín con una serie cuyo título no prometía grandes logros: The office (La oficina).

El humor casi costumbrista de la propuesta, un tratamiento con honores de documental y hombreras de reality, convirtió a The office en un bombazo imprevisible, y hasta en Estados Unidos se animaron a hacer un remake de la serie con personajes locales y liderazgo de otro comediante con galones, el magnífico Steve Carell. "Lo que hicimos con The office fue hablar de un tema universal. Piénsalo bien: de repente llegas a casa y en la tele hay un jefe impresentable que trata a sus empleados como si fuesen imbéciles; hay un tipo enamorado de la secretaria y el tío que se pasa el día haciendo la pelota al superior. Todos hemos vivido eso de una u otra manera. Así que, sentado en el sofá, con tu lata de cerveza, piensas: 'Joder, no estoy solo [risas]".

Merchant saluda a Simon cinco minutos antes de esta entrevista ("ese tipo es un genio", dice) y acomoda sus dos metros de altura en una silla de la terraza del Langham Hotel, cerca de Los Ángeles. "Ya no existe toda esa reticencia con la televisión, pero paradójicamente creo que el mérito no es tanto de la gente que trabaja en el medio, sino de la propia televisión, que finalmente se ha atrevido a ir un paso más lejos", afirma Merchant, quien empezó su andadura en la BBC para luego pasar a HBO (con la serie Extras) y posteriormente al cine, donde está a punto de estrenar Cemetery Junction, que escribe, dirige y protagoniza junto a su partenaire de siempre, el mencionado Gervais.

Curiosamente, los currículos de estos creadores antes de acabar aterrizando en la pequeña pantalla no pueden ser más dispares. Simon era un reputado plumilla del Sun de Baltimore, famoso por su capacidad para husmear en los bajos fondos y sus contactos en todos los ámbitos. Así, investigando, fue como conoció a Ed Burns, un policía que vislumbró en el reportero a un cómplice perfecto para remover conciencias y con el que -a la postre- alumbró The wire. Merchant, en cambio, era un simple monologuista de Bristol y posteriormente fue un hombre de radio (allí entró en contacto con Ricky Gervais, quien le contrató) cuya mala leche acabó por generar un récord mundial: el de la emisión más bajada (en formato podcast), con un total de tres millones de descargas. El espacio en cuestión, The Ricky Gervais Show, ha sido adaptado por la HBO añadiéndole una mano de pintura (léase "animación") y estrenado hace unas semanas en la cadena por cable.

Ball, por su parte, estaba concentrado en las tablas del teatro, escribiendo sin parar desde 1980. Adquirió fama como dramaturgo, primero durante seis años en Florida y posteriormente en Nueva York. Sin embargo, y según Ball, el momento que más influencia tuvo en su carrera posterior fue la muerte de su hermana en un accidente de coche cuando le llevaba a él al colegio.

Así pues, el factor común en estos tres gurús del medio es el total desconocimiento del terreno al que se incorporaban y consecuentemente la ausencia de prejuicios a la hora de enfrentarse al mismo.

Los otros grandes hallazgos que el trío comparte son su escepticismo a ultranza y su alergia a los mecanismos clásicos del ámbito: Merchant analiza desde un punto de vista casi forense el microcosmos de una oficina. Y aunque la comedia parece ser la base primordial de la serie, el propio devenir de la misma acaba transformándola en un drama bigger than life (una perversión de géneros francamente compleja). La excusa es el rodaje de un documental con trazos de reality, lo cual permite al creador observar sin implicarse (aunque la observación, como dicta la historia, acabe modificando la conducta de los observados), un recurso apto para incrédulos que resultó ser una arma: si la comedia televisiva moderna había pecado siempre de excesiva indulgencia para con el espectador, The office resultó ser todo lo contrario.

Simon elabora por su parte un alambicado discurso donde el sistema (político, educativo, policial, incluso el que crece en paralelo al propio sistema) es examinado a través de un microscopio. El de Washington insiste en remarcar que no se puede confiar en el sistema? ni en la falta de él. Un discurso que remite a los viejos maestros del periodismo para los que no había noticias buenas o malas, sino simplemente noticias, pero que resultaban ser implacables a la hora de meterle mano a una historia.

El mismo bisturí que Simon metía en las rendijas de los despachos donde se decide el destino del ciudadano de a pie lo utilizaba Ball para escarbar en las bisagras que articulan a la institución por excelencia: la familia. Su trabajo tanto en American beauty como en A dos metros bajo tierra es un completo muestrario de las contradicciones que habitan en el núcleo básico de cualquier sociedad. Para el guionista, pervertir el tópico y retorcer los roles clásicos que nos empeñamos en ocupar a diario parece coser y cantar: estamos perdidos en nuestra propia brújula, y a Ball le gusta recordárnoslo.

Ball, Merchant o Simon fueron algunos de los pioneros al transformar el triciclo en una motocicleta de gran cilindrada. Siguen aquí, en el medio que los vio crecer. Y, como pasa en las películas bélicas con final feliz, los refuerzos ya han llegado: Mathew Weiner (Mad Men), Kurt Sutter (Sons of anarchy), Bear McReary (Battlestar Galactica) o Chuck Lorre y Bill Prady (The Big Bang theory) están dispuestos a demostrar que lo de sus antecesores no ha sido flor de un día.

Escena de la serie televisiva 'A dos metros bajo tierra', creada por Alan Ball para HBO
Escena de la serie televisiva 'A dos metros bajo tierra', creada por Alan Ball para HBO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_