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Columna
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Pactos, pájaros y flores

José María Ridao

A fuerza de hablar de pacto económico, ha terminado por perderse de vista por qué se debía pactar y para qué debía hacerse. Si hoy se preguntase a los ciudadanos, el balance provisional que realizarían de los pasos dados por el Gobierno y la oposición se reduciría seguramente a detalles anecdóticos, como que el documento para la discusión sólo llegó a los partidos a una hora tan tardía como imprecisa en vísperas del primer encuentro. Sobre el contenido de lo tratado, poca cosa y, además, indescifrable, puesto que a las declaraciones optimistas del Gobierno le siguieron las displicencias del Partido Popular, encaramado en no se sabe qué torre portátil desde la que se exhibe derrochando suficiencia. Para redoblar la confusión, el Ejecutivo no dejó pasar tampoco la oportunidad de la reunión para reiterar lo que corre el riesgo de convertirse en su más acrisolada imagen de marca frente a la crisis: anunciar medidas no para aplicarlas sino para desdecirse con urgencia. En este caso, la revisión del salario de los funcionarios.

Pactar a estas alturas el recorte de gastos es como no pactar nada; lo que importa es qué recorte

El mayor error en el que podrían incurrir Gobierno y oposición es considerar que se necesita un pacto sólo porque las encuestas dicen que una mayoría de ciudadanos lo desea. Si lo desean es, en realidad, porque no logran entender qué se está haciendo y han comprendido que la única manera de conjurar el diluvio de previsiones pesimistas sobre la economía española no es apartarlas de su mente mediante mecanismos freudianos y sustituirlas por el reconfortante goteo de las más optimistas. Antes por el contrario, de lo que se trata es de dotar al país de una estrategia, esto es, de una respuesta para el caso de que se verificase la peor de las hipótesis. Es ahí, en la convicción cada vez más extendida de que urge disponer de una estrategia, donde el pacto cobra su sentido. Hasta ahora, sin embargo, el Gobierno parece haberlo interpretado como un movimiento táctico con el que recuperar la iniciativa política perdida y, en estricta correspondencia, el Partido Popular como una trampa de la que debe zafarse cuanto antes.

Aunque sea una expresión de descontento o de temor ante la ausencia de una estrategia para salir de la crisis, el pacto, el deseo de un pacto que expresa una mayoría de ciudadanos en las encuestas, podría resultar un buen instrumento para reconducir la gestión económica. Podría servir, entre otras cosas, para adoptar medidas concretas que, sin un acuerdo entre los partidos, ningún Gobierno se atrevería a poner en práctica; podría servir, además, para lanzar un mensaje económico que redujera las incertidumbres, no sólo de ese monstruo mitológico en que se han convertido los mercados, sino también de los ciudadanos y las empresas. Ante un panorama confuso, y que el Gobierno y el principal partido de la oposición parecen decididos a confundir aún más, la única opción que se deja a los agentes económicos es posponer las decisiones, contribuyendo a que la crisis se acentúe y perdiendo un tiempo precioso para acelerar la recuperación y evitar errores pasados.

Pero la viabilidad de un pacto no sólo depende de los objetivos que permitiría alcanzar, sino también, y sobre todo, de su contenido. Por fortuna, el Gobierno no ha hecho hasta ahora un uso desmesurado de ese ungüento que consiste en añadir el adjetivo sostenible a cualquier concepto económico. Tampoco de conjuros mágicos como invocar la lucha contra el cambio climático, que es, sin duda, una imprescindible política transversal, cuando lo que se le piden son medidas contra el paro, el déficit o la escasez del crédito. El hecho de que haya resistido por el momento estas tentaciones no ha impedido, sin embargo, que se haya aproximado peligrosamente a proponer un acuerdo sobre pájaros y flores. Es decir, un acuerdo sobre objetivos genéricos para los que no existe alternativa y no sobre las medidas concretas para alcanzarlos, que es donde se manifiestan las opciones. Pactar a estas alturas el recorte de los gastos del Estado o la reforma del mercado laboral, por poner dos ejemplos sobre los que no parece existir disensión entre los agentes económicos y sociales, es lo mismo que no pactar nada; lo que importa es qué recorte y qué reforma.

Y si el PP no se suma, dejando abierta la alternativa a otro recorte o a otra reforma, lo más previsible es que al final no haya nada, y que el anhelado pacto económico, transformado en comedia de enredo, sólo haya servido para profundizar el descrédito de la política a la hora de gestionar la crisis.

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