Talante católico y democracia
En Le mal francais ha presentado, en las pasadas semanas, Alain Peyrefitte a sus compatriotas una meditación sobre lo que podríamos llamar «la francesidad», es decir, los componentes históricos que han hecho a Francia y a los franceses, que siguen estando ahí y condicionan a la colectividad francesa. El Imperio Romano, una Iglesia clerical y una Contrarreforma que endurece las tendencias del catolicismo romano serían los trazos esenciales. Este catolicismo habría significado ante todo una ambición de tipo universal y unitario, la centralización del poder, una estructura jerarquizada, tendencia dogmática y, por tanto, a la estadística -y a confundir el dato estadístico con los hechos, diré por mi parte-, centralismo, jerarquización, burocratismo, gusto de la uniformidad, inmovilismo y rutina, espíritu de sistema poco favorable a la experimentación, a la innovación y a las iniciativas creadoras, predominio de lo literario sobre lo científico-experimental y, sobre todo, del talante jurídico-político sobre las empresas económicas.En términos generales, y con las oportunas matizaciones, puede admitirse perfectamente este diagnóstico, así como el que de modo contrapuesto hace también Peyrefitte de los países protestantes que dan prueba de una máxima eficacia y ofrecen un abanico de virtudes opuestas a todos esos defectos descritos. «Existe, en efecto, -escribe el padre Congar, comentando este mismo libro de Peyrefitte- un hombre protestante concienzudo, trabajador, emprendedor, creador de iniciativas humanitarias y pedagógicas... ¿Cómo con una antropología tan pesimista el protestantismo ha podido producir tantas obras y dar lugar atantas empresas positivas?... Es que las afirmaciones protestantes de corrupción y de impotencia conciernen al aspecto de lo que somos ante Dios.... pero deja intactas nuestras capacidades con respecto a las cosas de la Tierra... El protestantismo ha fundamentado y desarrollado un sentimiento muy fuerte de responsabilidad: tenemos que responder a Dios de las tareas de nuestra vocación terrestre.» «El pensamiento católico, por su parte -escribía Amiel- no puede concebir la personalidad dueña y consciente de sí misma. Su audacia y su debilidad proceden de una misma causa: la- no responsabilidad, la condición esclava de la conciencia que no conoce más que la esclavitud o la anarquía, que proclama la ley, pero no la obedece, porque la ley está fuera de ella misma.» Exacto, y no creo que una profundización en un análisis de este tipo deba ser descuidada no sólo por parte de los hombres políticos, que ahora se aprestan en este país a equipararle a Europa, sino tampoco pqr parte de los hombres de Iglesia y de los ciudadanos, y los cristianos en general.
A simple vista, y en la superficie misma de las cosas, es una evidencia que la democracia, por ejemplo, funciona en los países anglosajones de cultura protestante como ha funcionado el capitalismo, pero el funcionamiento de la democracia es ya más menesteroso en los países latinos de tradición católica, y el capitalismo mismo ha tenido siempre en éstos; un aire feudal. Y Francia plantea. precisamente un problema aparte, y digamos que atípico, porque en ella no hay que olvidar la impronta del calvinismo.
En la época de Combes -un hombre, por cierto, cuyo anticlericalismo y oposición a la Iglesia de Roma no tenía las raíces llibrepensadoral de sus contemporáneos, sino las de una educación jansenista recibida de su madre, educada, a su vez, por una orden jansenista femenina-, ya se percibió la dificultad que para el régimen democrático iba a suponer el talante católico de autoritarismo e inmovilismo, por ejemplo, y muchos arbitristas políticos propusieron pura y llanamente «protestantizár» a Francia para hacer posible la democracia liberal de las clases medias y acomodadas. La receta era demasiado simple y ningún político llegó a tomarla en serio como se tomó, sin embargo, entre nosotros, cuando en tomo a los años treinta se propuso también «descatolizar» a España para que fuera laica, republicana y demócrata. El trágico resultado ya se sabe, y todavía cada español lleva en su carne las señales de un tan loco intento contra el que, por ejemplo, ya había advertido Melquíades Alvarez, en 1909. En mi viejo libro Meditación española sobre la libertad religiosa traté de hacer un análisis de por qué en España ésta y las otras libertades civiles son una difícil empresa, y su camino ha estado recubierto de sangre o de cómo el universo de lo laico es enteramente ajeno a nuestro talante, y diría que, en buena parte, a nuestra estructura mental, y creo que el funcionamiento de los partidos políticos como sectas poseedoras de la verdad exclusiva o la sensacional conversión de supercatólicos al marxismo -otra ortodoxia rígida- debe hacemos reflexionar sobre el asunto. El actual momento de secularización o de indiferencia religiosa no quiere decir, en modo alguno, que el viejo talante católico no siga ahí, todo lo laicizado que se quiera.
«Tras el Vaticano II -dice Alain Peyrefitte a los franceses-, el catolicismo se ha reformado a sí mismo, y ha dejado caer, por lo que respecta a lo esencial, su armadura de romanidad»; y esto es cierto. Pero el problema de «el mal español» se plantea muy en otro plano, porque es más que dudoso que los católicos de este país hayan «recibido» y aceptado el Vaticano II en sus aspectos más profundos y porque, como vio muy bien don Benito Pérez Galdós, tan romo de ordinario en estas cuestiones religiosas, un cierto talante y unos ciertos caracteres absolutamente negativos de la Iglesia española no son de la Iglesia católica, sino de la ortodoxia-españolidad, de la concreta encarnación histórica de lo católico en España.
El asunto, en todo caso, no va a arreglarse con concordatos, naturalmente.
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