Naturalismo Cosmopolita
Jordi Socías le pasa un poco como a Josep Pla. Si el sabio escritor catalán era un punto de vista andante con boina, como lo definió Manuel Vázquez Montalbán, este fotógrafo barcelonés de los Madriles camina entre la gente como un voyeur con bufanda y una cámara nunca aparatosa. Mirar es su vicio; de eso ha hecho virtud y arte. Una forma de vida.
Los ojos de Jordi apenas mienten. Lo justo para un cuatrero de la imagen, como es él. Parpadea lento y pisa fuerte la calle. Come siempre fuera de casa y viaja con su cartera de cuero negro raída y sus manías. Trata de hacer su santa voluntad, que siempre tiene que ver con disfrutar lo que le dejen cada día. Huye de la M-30, se mete en los atascos del centro y reza para que los semáforos se le pongan en rojo. ¿Para qué? Para mirar. Para poder mirar. "El ojo es la fotografía sin cámara", comenta mientras se toma un cafetito y enseña parte de las fotos que mueve estos meses por Europa en una exposición itinerante que le ha llevado de Tirana a Viena, y ahora a Roma, Cracovia y Belgrado.
"Para mí, el ojo es la fotografía sin cámara"
En ella muestra fotos que publicará en un libro la editorial La Fábrica, en su colección Biblioteca de Fotógrafos Españoles, y que se deslizan por nuestras pupilas como ajenas al tiempo y al espacio. Entre neones, alquitrán y piel, en blanco y negro. "Es un tono más expresivo. Hallo más emoción ahí que en el color. Lo encuentro entre la historia y la poesía, como un tiempo detenido".
Un tiempo que muestra en estas fotografías, colgado en la enigmática gabardina de ese ciudadano Dodot que ha titulado Cosmopolita, pululando por el ordenado azar probablemente divino que halló en la piadosa Lourdes para captar En el nombre del padre, en la oscuridad iluminada de su Gran Vía o en ese crudo y paródico autorretrato con cicatriz que ha llamado My way.
Son ejemplos del "naturalismo cosmopolita" que ha convertido en marca quien ha retratado la historia de España a lo largo de las últimas cinco décadas desde la agencia Cover, que fundó en 1979, y desde publicaciones como El Europeo, Madrid Me Mata, La Calle, Cambio 16 y en su última etapa a través de El País Semanal.
Aprendió a fotografiar con un curso por correspondencia. Una manera de buscar salida a la venta ambulante de relojes en la que andaba metido entonces. Una forma de acercarse y meterse en el ajo de la España antifranquista, cuando pasar a Perpiñán era algo así como viajar a Ítaca. Fue activista y rebelde. Pronto se metió en los círculos radicales barceloneses, donde hizo amigos de por vida y fotografías a los escritores del barrio chino, las figuras de la nova cançó y al Barça de Cruyff.
Después, a comienzos de la transición democrática, aterrizó en Madrid. Cuarenta años más tarde, no ha habido manera de que pierda el acento catalán ni visitando a menudo Segovia, la ciudad de su familia materna. Pero en cuestión de progenitores, Socías es claro: "Barcelona es mi madre, y Madrid, mi amante".
En la capital siguió metido en política activa. Pero descubrió otro mundo que le fascinó mucho más: el de la movida, el cine, la música. Eran tiempos de agitación que él se bebió a lingotazos en buenas y malas compañías. Tiempos de búsqueda e influencias. Cuando la modernidad se vomitaba en los bares y el mejor escenario era una calle de crestas de colores, motos y tachuelas. En ese ambiente, Socías seguía formándose a sí mismo: "Siempre he tenido muy presente la responsabilidad del aprendizaje, la lucha por un conocimiento que me impida conformarme. Amor propio: es el problema que tengo...".
Amor propio y alergia al aburrimiento. "Eso también...". Así ha ido construyendo un mundo de referencias personales que va desde Cartier-Bresson y Robert Doisneau hasta Eugène Atget, Richard Avedon o William Klein, que bebe mucho del cine de Truffaut y toda la nouvelle vague, pero también del neorrealismo italiano.
Aunque sin huir nunca del escenario principal. "La calle", comenta Jordi. Entre la calle y el cuerpo de todos los hombres y las mujeres que se ha topado en vida, Socías ha compuesto a estas alturas de su carrera, con 64 años, una sinfonía de actitudes y credos, toda una coreografía vital por la que se encuentran en un cruce de caminos España, Europa o Cuba, China y Nueva York. La ciudad y la vida en dimensiones compartimentadas: de sus egregios salones a las alcantarillas, de los tiovivos a las mesas de los restaurantes, de las sábanas donde ha captado intimidad a la feria y las manifestaciones de la Transición.
No hay nada digno de ser captado que repudie el ojo de Jordi Socías. Pero si en algo pone mimo es en el retrato. Ese magno momento en el que rapta a la actriz de turno y le dice: "Nena, ahora, tú tranquila. Mírame a los ojos". Y le dan siempre lo que pide. "El retrato es un encuentro que generalmente se produce con alguien desconocido. Frente al fotógrafo siempre tenemos reservas, y es normal porque, a diferencia del cine, en el que la imagen está en movimiento, un fotógrafo va a congelar un momento, a detenerlo. Por eso la fotografía parte de un concepto que tiene que ver con la eternidad".
Si alguien piensa así, demuestra su responsabilidad. Pero eso no debe impedir que afloren otras cosas. "La fotografía es también pulso e impulso. Lo decía Roland Barthes: lo más interesante es cuando no sabes qué te ha llevado a tomarla, a apretar el botón". Esa reacción inconsciente, ese no saber muy bien por qué se ha hecho, le ha ayudado a conformar una obra llena de matices. Un fresco en el que habla la calle y brilla una alegría tamizada por cierto surrealismo, por una ironía buscada como bálsamo, sabia y poco conformista, carnosa y viva, profunda y amable. P
A
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