Melancolía
Esta vez llegué temprano, como en el primer día de rebajas. Llegué como una antropóloga cultural, una crítica extranjera, una espectadora curiosa... y encontré un lugar desangelado. De modo que me he dado de bruces conmigo misma y he sido un poco la vidente que mira el mundo al margen. Desde luego Arco forma parte de nuestra memoria colectiva y, cuando se abre cada febrero, se llena y nos llena de emociones infantiles. Todos repiten que ha ido muy bien, como si nadie pudiera soportar la tristeza del fracaso de algo un poco parte de todos. Porque Arco sigue igual a sí mismo -o casi- y eso nos da seguridad: quizás tampoco hayamos cambiado tanto. La feria está regida por una nostalgia que nos hace volver. Es más que el acontecimiento y las ventas. Arco es, en el fondo, un lugar de la melancolía, del paseante que vaga en busca de su tiempo perdido, de aquellos años de hace años en que no había en la ciudad otro lugar para ver... y ser visto. Pero ¿y Arco ahora? ¿Para qué? ¿Cómo debe rescribirse y encontrar su sitio cuando el país ha dejado de ser la juventud loca de los ochenta y el derroche de los noventa?
Me pongo a pasear entre la melancolía y encuentro un eco a mi estado de ánimo. El tiempo perdido está en la Caracas de los cincuenta del vídeo del agudo Alexander Apóstol y en la producción fílmica de Qiu Anxiong -China va perdiendo su tradición en medio de tanto cambio-; o de forma sutil en Henri Michaux y Leon Ferrari dialogando en sus signos en la galería Jorge Mara. Lili Hartman me da la respuesta última desde sus sueños expuestos en Moriarty: perderme a mí misma. Este año, entre tanto vacío, abstraída en unas pocas obras, casi lo he logrado.
Babelia
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