La miseria obliga a 250.000 personas a pedir comida a la beneficencia
El Banco de Alimentos distribuyó en la región de Madrid seis millones de kilos en 2009
Las personas que tienen hambre sonríen poco. Sin muchas ganas. Tampoco les gusta mucho hablar. Hacen cola desde las cuatro de la mañana del viernes para que les den una bolsa de plástico con algunos alimentos básicos. A veces se pelean entre sí, pero pocas veces. Hoy no, pero es que hoy hace mucho frío. Casi hiela. Son de muchas nacionalidades distintas. Hace poco algunos españoles consideraron que la suya, su pasaporte, les daba derecho a ponerse los primeros. El resto les dejó colarse sin querer discutir. Casi todos están en el paro. Y no les hace mucha gracia explicar cómo "todo de repente se cayó al piso, hundido, sin aviso". Hay unas 400 personas en la fila que se ha formado a las puertas de la asociación Acogem, particularmente dirigida a inmigrantes y sostenida, entre otras, por la Obra Social de La Caixa.
Pero, en realidad, esta fila mul-tilingüe no es más que una minúscula muestra de las cerca de 250.000 personas en la región que demandaron comida a lo largo de 2009. Tomates, azúcar, refrescos, arroz, que han salido del Banco de Alimentos de Madrid, de Cruz Roja o de Cáritas. Desde el reparto de bocadillos de madrugada, a las masivas entregas de productos básicos -una recreación más cercana de la ayuda humanitaria en zonas de conflicto- pasando por los comedores sociales o el reparto a domicilio por los habitantes de la Cañada. Una explosión de todas las modalidades de pedir para comer. Como la del boliviano Luis, de 21 años, porque, sencillamente, no pueden cubrir las necesidades básicas: "Todos andamos así, tratando de buscar cuadrillas para chapuzas, pero ya no hay y nuestros padres están sin un chavo". En 2008 las cifras fueron algo más bajas, pero semejantes. No se pueden comparar porque los repartos no los hacían las mismas organizaciones.Esos dígitos emergen tras los minuciosos albaranes que estas asociaciones elaboran diariamente. No son aleatorios. Son así. Cada gramo de los cerca de 10 millones de kilos de comida queda registrado en las oficinas. De dónde viene -el grueso del Fondo Español de Garantía Agrarial, pero también de grandes superficies comerciales como Mercamadrid, fundaciones de grandes empresas o donaciones particulares- y adónde va (principalmente a asociaciones benéficas, parroquias o comedores sociales).
De hecho, uno de los requisitos para ser beneficiario del banco es "llevar libros y registros de los productos recibidos y distribuidos". "Se sabe a qué organizaciones llegan las cosas y a cuánta gente atienden ellos", confirma Pilar Saura, portavoz del Banco de Alimentos, pero "posiblemente se da mucha más comida y a más personas a través de otros canales".
El Banco de Alimentos está escondido bajo una cúpula de estilo remotamente manchego, entreverando ladrillo y piedra. Una bóveda vacía en los márgenes de la carretera de Colmenar en la que los palés se alzan hasta el techo. Todo está muy organizado. Cada cual tiene su función y la cumple de un modo profesional. Exactamente igual a una gran empresa. Incluido Eduardo Berzosa, que con 90 años resuelve expedientes en su ordenador. Aquí no se improvisa, aunque la abrumadora mayoría de su más de un centenar de empleados sean voluntarios. Sólo cinco personas están contratadas.
Entre ellas Rafael Pavón, el jefe de almacén. "Hay muchísima demanda y servimos todos los días comida para 1.765 personas", explica mientras se mueve en esta especie de gran nave industrial. Pero cada año tienen más demanda, "mucha más", y sin embargo por las puertas traseras llegan menos alimentos. Cerca de un 10% menos de donaciones el año pasado.
Además las fechas de caducidad les llegan cada vez más ajustadas. Las grandes superficies que les ceden la comida han sufrido también la crisis. "Ahora ya no nos llegan tantas cosas con el envase defectuoso". "Se ve que han dicho a sus empleados que sean mucho más cuidadosos", resalta uno de los encargados de captar y negociar los envíos de estas compañías alimentarias.
La edad media de casi todos supera los 60 años y reciben cerca de 15 peticiones mensuales para enrolarse en la fundación. De hecho, su presidente, Javier Ortiz, es un ingeniero de 85 años. El banco está asociado al colectivo de bancos de alimentos europeos. Estas instituciones surgieron tras la inspiración en 1967 de John van Hengel, actualmente retirado en Arizona (EE UU).
Una mujer rubia de pelo corto esparce botes por encima de una mesa blanca que recuerda a las de los comedores de los colegios. Por el suelo se amontonan las cajas de cartón con el logotipo de La Caixa. Son productos que se han recogido entre los empleados de la entidad. La mujer los clasifica junto a una ayudante. Los macarrones con los macarrones, dice mientras mueve las manos sobre el plástico. Tiene particular mimo con los productos perecederos o delicados. También con los infantiles, que separa de los demás. De allí, los comestibles se trasladan a la entrada principal, donde hacen cola las furgonetas desde las nueve de la mañana.
Acogem tiene cita ese día. Recoge el segundo jueves de cada mes. José Luis García Callejón, uno de los responsables de esta asociación, junto a dos voluntarios, carga el vehículo industrial blanco hasta los topes. Y los viernes, todos, reparte las bolsas. Las mismas que ha preparado la mujer rubia.
Delfina, peruana de 57 años, aguarda con su número en la mano. Un papelito blanco que le garantiza que va a ser una de las que consigan algo. Trabajaba envasando calabacines y berenjenas. Pero perdió hace un año su empleo. No está sola, pero nadie le puede ayudar: "Mi hija no me puede poner un plato en su mesa porque tiene dos hijos". Jessica, ecuatoriana de 21 años, trabajó hasta julio en una frutería. Su caso es el inverso. Es su madre, que trabaja como empleada doméstica, quien no puede ayudarla. "Todo, lo poco que tiene, se lo tragó y se lo traga la hipoteca. Fíjese, que la deuda es más grande que lo que le dan a ella al mes", cuenta pegada a su amiga Estefanía, de 22 años y ex empleada de una heladería. Cada una camina hacia el metro de Palos de la Frontera con su bolsa. Una a Oporto, la otra, a Vicálvaro.
Las personas jóvenes, muy jóvenes, en esta alterada espera son frecuentes. Pero no sólo. También hay otros como un hombre rumano que frisa los 60 años y se protege de la helada con una gorra de marinero negra. Lleva sólo tres semanas en España. "Pero mi mujer lleva más, tres años", explica en un español bastante inseguro. Él asiste a las clases de idioma que da la asociación y prefirió venir a Madrid aunque todas las estadísticas estuvieran puestas del revés: "Es mejor aquí estando mal que allí estando bien", es su diagnóstico.
La asociación Acogem, además, funciona como empresa de colocación y ella misma paga a algunas personas, principalmente inmigrantes, por ayudarles en las tareas de reparto. También tiene asesoría jurídica. Hay 4.758 personas inscritas y la inmensa mayoría ha pasado uno de los cursillos de "integración" que imparte José Luis García Callejón. "Sobre todo, hago hincapié en que conserven su identidad, pero aprendan a comprender la de los demás", dice mientras se mueve como pez en el agua entre los apretujones de la cola.
Otra de sus actividades primordiales es la de conseguir que los hombres que se acercan a sus oficinas cambien sus perspectivas laborales. "Ya no hay trabajo, nada de trabajo, en la construcción", sentencia García Callejón, que aconseja a los varones en paro hacer cursillos para cuidar ancianos. "Esos oficios no han notado tanto la crisis, porque siguen siendo necesarios y sigue habiendo mercado", sentencia.
En la carretera de Colmenar, en medio del complejo educativo de San Fernando, el Banco de Alimentos no reduce la velocidad de la cadena. La pequeña cola de Acogem es una gota en su continua recolección de alimentos. Una actividad que en sus 15 años de vida ha pasado de los 38.947 kilos distribuidos en 1994 a los cerca de seis millones de kilos de 2009. Un aumento enorme y progresivo que durante los últimos tres años se ha ido acelerando al ritmo que crecía la destrucción de empleo en la región.
También crece el número de personas que se presentan como voluntarias para trabajar con ellos. Unas 15 al mes. "El perfil es muy variado, pero al final es gente mayor, en general jubilada, la que puede asumir la carga de trabajo que se demanda", explica su jefe de enrolamiento.
Gente no falta. Lo que cada vez cuesta más es rellenar sus inmensos palés. Y poder cargar todas las furgonetas que los demandan.
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