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Columna
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Una cuestión de confianza

Cuando los historiadores analicen la presidencia del cuadragésimo cuarto ocupante de la Casa Banca, dos hechos serán indiscutibles. Que Barack Obama fue el primer presidente afroamericano de Estados Unidos y que su nombre merece figurar, junto a los de Lincoln, los dos Roosevelt, Kennedy y Reagan, como uno de los mejores oradores que ha producido la clase política americana en los 220 años de historia del país. Por si hubiera alguna duda, ahí está su primer discurso sobre el estado de la Unión, pronunciado la madrugada del jueves (hora española) en el Congreso de Washington. Una pieza oratoria que debería ser de obligada lectura por todos los que ocupan el poder o aspiran a ocuparlo en cualquier país democrático.

El rechazo hacia un poder fuerte y centralizado es inherente al ciudadano de EE UU
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Obama conecta con el sentir popular

El problema para Obama, como él mismo reconoció en su intervención, es el déficit de confianza que tiene el pueblo de EE UU, no sólo en las políticas que intenta llevar a cabo su Administración, sino en la forma de hacer Política con mayúscula que se practica en la capital federal. La desconfianza hacia un poder fuerte y centralizado es inherente al ciudadano estadounidense desde el nacimiento de la República y la aprobación de la Constitución en 1787. La guerra de la independencia, llamada en Estados Unidos guerra revolucionaria, es un levantamiento popular, una revolución, contra el poder absoluto de la Corona británica. Los padres fundadores establecen en la Constitución un sistema de controles y equilibrios entre los tres poderes del Estado, que impide la supremacía de uno sobre otro y, sobre todo, hace imposible la implantación de una dictadura presidencial. Por eso, cualquier intento intervencionista en la vida de los ciudadanos por parte del gobierno federal provoca el rechazo inmediato de la población.

Un republicano, Ronald Reagan, y un demócrata, Bill Clinton, declararon the end of big government, en otras palabras, de los gobiernos intervencionistas. Pero, primero George W. Bush, por una interpretación torticera, incluso cuasi anti-constitucional, de los poderes presidenciales y, después, Obama, forzado por las circunstancias de una crisis económica que estuvo a punto de dar al traste con el sistema financiero, volvieron a reforzar los poderes del gobierno federal para llevar a cabo sus respectivos programas.

El rechazo mayoritario de un 53% de la población a los planes de Obama no se debe a una oposición per se a una reforma que todos consideran necesaria. Sino a lo que califican de intromisión gubernamental intolerable en sus vidas privadas. Por eso, la enmienda de la Constitución que más se ha citado por los movimientos ciudadanos opuestos a la reforma es la décima, que establece que todos los poderes no delegados por la Carta Magna (al Gobierno federal), "se reservan a los estados y al pueblo".

Hace unos días, David Brooks recordaba en el Times neoyorquino un trabajo publicado por dos colaboradores de Clinton, cuyo título es ilustrativo de lo que le ha pasado a Obama. "Para llevar a cabo el cambio en el que crees hace falta un gobierno en el que confíes". Y el pueblo, como demuestran las encuestas, confía todavía en Obama como persona, a pesar de que su aceptación ha caído 23 puntos desde su elección (73-50%), pero no en sus programas. Sólo un 37% cree que el país camina en la dirección adecuada. Y es lógico que así sea. Porque la obsesión del país se resume en una sola palabra: jobs (puestos de trabajo, de los que se han perdido siete millones en los últimos dos años) y no en reformas sanitarias o en caer bien a los extranjeros. "¡Es el empleo, estúpido!", se podría decir con justicia ahora rememorando el célebre "¡Es la economía, estúpido!" de la campaña presidencial de Clinton.

En su intervención, Obama ha recogido el guante y ha reconocido que existe "un déficit de confianza en la forma en que Washington trabaja" y ha atacado a los congresistas demócratas y republicanos por su parcialidad y sectarismo. "No hay que pensar en la próxima elección sino en la próxima generación". Una próxima elección en noviembre en la que el Partido Demócrata, si la Administración no se apunta algún éxito, podría incluso perder su actual mayoría en la Cámara baja. Pero, al mismo tiempo, ha sorprendido a los analistas al anunciar que no piensa desistir de llevar a cabo sus programas, aunque no sean populares, porque el país los necesita. Y un guiño a los republicanos sobre un déficit presupuestario que rozará este año el 10% del PIB y una deuda de 12 billones de dólares. Congelación de los salarios de los altos cargos de la Administración y de los presupuestos ministeriales que no afecten a defensa o seguridad nacional. "No quiero pasar este problema [déficit y deuda] a otra generación de estadounidenses". Como siempre, el presidente ha estado brillante. Las próximas encuestas dirán si también ha estado convincente.

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