Alguien tenía que contarlo
Como siempre que voy a trabajar a la Cadena SER, tomé el metro en Alameda de Osuna, la estación de mi barrio, para apearme en Gran Vía (es directo). Dado que soy de costumbres fijas, elegí el vagón habitual y ocupé el asiento de todos los días. Por alguna razón, el tren tardó un poco en arrancar, pero lo raro fue que al ponerse en marcha, en vez de rodar hacia mi derecha, que era lo normal, circuló hacia mi izquierda. Alameda de Osuna es cabecera de línea, así que pensé que estaba reculando para cambiar de vía o algo así y que retomaría enseguida la dirección reglamentaria. Pero no. Continuó rodando hacia mi izquierda por un túnel en teoría inexistente. Cuando en pleno desconcierto me pregunté adónde nos dirigíamos, la megafonía anunció que la próxima estación era Canillejas. ¿Cómo, me pregunté, podíamos llegar a Canillejas circulando en la dirección contraria a su situación geográfica y a través de un túnel quimérico? Desde pequeño he sospechado que el metro es una ficción. Te meten en un sitio oscuro, bajo tierra, provocan la sensación de movimiento y te bajas aquí o allá como si hubieras viajado a través del espacio cuando es evidente que se ha producido un cambio de dimensión. Por lo general, las autoridades encargadas del engaño no cometen errores, pero aquel día se habían equivocado y yo las acababa de cazar.
No se asusten. También tuve en cuenta mis problemas de orientación espacial. Quizá había ocupado el asiento de enfrente al de costumbre porque mi lateralidad había cambiado durante la noche, deviniendo en zurdo. Tal vez había atravesado un espejo sin darme cuenta, de manera que lo que antes quedaba a mi izquierda se encontraba ahora a mi derecha. Siempre hay explicaciones racionales y tranquilizadoras para lo misterioso. Entonces, mi iPhone tembló en el bolsillo interior de la chaqueta. Acababa de entrar un correo electrónico de Rafael Ruiz, mi contacto en El País Semanal, solicitándome unas líneas sobre Perdidos. Me pareció irónico que entrara justo en un instante en el que yo no sabía dónde estaba. Es lo que Jung denomina sincronicidad: dos sucesos vinculados de manera casual por el sentido.
Entonces me di cuenta de que Perdidos era un continente, una malla, no sé, un cajón, en el que cabían todas las percepciones que en la vida cotidiana reprimimos por no ajustarse a la realidad consensuada. Y cabían sin estorbarse unas a otras, conviviendo de un modo creíble, verosímil, viable. Si usted había sufrido a lo largo de la vida alguna alteración espacio-temporal, la vería representada en Perdidos. Si usted era dado a confundir el sueño con la vigilia y la vigilia con el sueño, en Perdidos encontraría varias almas gemelas. Si usted veía muertos, en Perdidos lo acogerían con los brazos abiertos. Todo lo que usted quiso saber sobre sus rarezas y nunca se atrevió a preguntar estaba escrito en esa serie que nos devolvía a la adolescencia, incluso a la niñez, épocas de la vida en las que la percepción de lo raro se encuentra a flor de piel (crecer consiste, fundamentalmente, en aceptar el pacto de que lo que queda a la derecha queda a la derecha y lo que queda a la izquierda queda a la izquierda). Pero un día, vaya por Dios, te levantas y todo está patas arriba. Alguien tenía que contarlo, ¿no? Para eso existen genios de la talla de J. J. Abrams y sus compinches. Por cierto, que cuando salí a la superficie, en Gran Vía, la realidad estaba de nuevo en su sitio. Creo que nos salió un programa aburrido por eso, porque todo estaba en su sitio.
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