Sin gracia
Lo único que habría que pedirle al humor es que tuviera cierta gracia.
Gracia, por otro lado, no es una palabra fácil ni un logro menor, no conviene olvidar que a veces la utilizan los dioses.
Cuando Marck van Doren, el hombre que a mi entender mejor ha entendido a Shakespeare, nos dice que Puck impone por fin su gracia a la gracia de los reyes, tengo la sensación de haber comprendido el encanto esencial de Sueño de una noche de verano. La mecánica precisa del mejor de los humores. El tictac perfecto de un reloj muy difícil de ajustar.
Richard Pryor, maestro del humor doloroso, se elegía siempre a sí mismo como diana de sus iras, y eso le protegía moralmente de las iras de los demás. Caminaba Pryor por el mismo camino escogido por Lenny Bruce, y ambos, entre otros muchos (incluido Shakespeare), conseguían a la vez ser dolorosamente graciosos sin ser dolorosamente injustos.
"Tengo la sensación de que algunas reglas del buen humor se han olvidado"
Harpo inventó el milagro de ser al mismo tiempo punzante y silencioso, Groucho funcionaba prodigiosamente bien a la inversa (su verborrea sujetaba su inocencia) y Keaton hizo de su desgracia la nuestra, sin insultar aparentemente a nadie. Citar a Chaplin y su candoroso y brutal retrato del nazismo sería pretender que llueva de nuevo sobre el más bonito de los territorios mojados.
Entre nosotros, los payasos de ahora, Buenafuente consigue con frecuencia que el ridículo lo hagan otros mientras él se propone como primer candidato al ridículo.
No basta, por supuesto, con la automutilación para iluminar las zonas oscuras de nuestros asuntos. El talento y las razones a las que se aplica son la parte fundamental del juego.
Un juego que incorpora al bufón como posibilidad de mejora y que desestima con acierto la mera condena de aquello que se detesta.
Chiquito de la Calzada dice que una vez que uno ya no se peina más que la nuca, se está por fin a salvo de casi todo.
Chiquito, ese cómico ejemplar, no hace como pudiera parecer lo que le da la gana con el mundo, sino lo que le da la gana con el poco sitio que el mundo le ha dejado, ésa es y ha sido siempre una de las claves del humor más inteligente, aquel que incluía la dulzura como barrera frente a la intransigencia, aquel que se hacía fuerte en un lugar que no se había elegido exactamente, pero que se fue transformando poco a poco en un fortín sin necesidad de armarse en cambio de rencor. Si algo han sabido los buenos cómicos es que el territorio de la violencia les era ajeno y pertenecía a la parte del mundo que pretendían destruir.
El sabio Azcona supo siempre que el lugar que habitamos nos incluye, y su visión sobre los otros nosotros no estaba teñida de burla, de ahí su demoledora eficacia.
"¿Y a cuento de qué viene hacernos ahora estas sangrientas revoluciones a nosotros mismos, teniendo en cuenta que no nos gusta tanto que nos revolucionen sangrientamente los demás?"
Citando a volapié al gran Mario Moreno, Cantinflas.
El humor siempre ha sido la manera de decir lo que más duele de la forma más sensata, aquella que no carga una pistola, sino que precisamente la descarga.
Viendo con asombro este reciente y absurdo rifirrafe entre periodistas y cómicos tengo la sensación de que algunas de las reglas del buen humor se han olvidado.
En el resto del asunto no quiero ni entrar, más allá de dejar claro que cualquier agresión física es injustificada y repugnante, aunque el golpeado sea Berlusconi. Cosa que, por cierto, no es el caso.
Lo que me importa ahora no es ya el deterioro de la opinión, o el periodismo (este deterioro viene de largo), sino el deterioro de una causa más grande y puede que más noble: el sentido del humor.
Me gustaría pensar que lo peor que ha sucedido en medio de todo este desgraciado entuerto es que nada de esto tiene en realidad ninguna gracia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.